El poder político, sea cual sea, siempre ha tenido a la arquitectura o a la ingeniería como aliada para demostrar que está por encima del resto de los mortales, bien con un adefesio que provoca el escalofrío social o bien con una monumentalidad (no incompatible con lo anterior) que apaga cualquier signo de vida a su alrededor. Ministerios, catedrales, auditorios, palacios, mansiones, hoteles, estaciones, presas, puertos y autopistas han sido materia para el rechazo a la humildad del gran arquitecto y, como consecuencia de ello, la puesta en valor de sucesivos ataques de megalomanía de consecuencias irremediables. El episodio más actual del proceder está en la progresiva calatravización de España con la burbuja inmobiliaria, que llenó autonomías, ayuntamientos, pueblos y hasta pedanías de desafueros en pugna con la espectacularización de Santiago Calatrava. El valenciano, que acaba de ser condenado a pagar tres millones de euros por fallos en el Palacio de Congresos de Oviedo, se ha convertido en la referencia de vertiginosos cambios presupuestarios en sus proyectos, y de paso en filósofo para gestores públicos que ambicionan para su territorio una de sus cubiertas escultóricas a precio desorbitado.

Son pensamientos que salen a la superficie a la vez que uno estira las piernas camino de San Cristóbal, y enfoca la mirada sobre las distintas fachadas de los cuatro edificios que conforman la Ciudad Judicial diseñada por Nred Arquitectos (Magüi González, José Antonio Sosa y Miguel Santana). El primer deseo es que la pieza arquitectónica estuviese sola, que su crecimiento fuese en un páramo sin interrupciones, sin la presión de otras edificaciones provenientes de la época de los polígonos como panacea residencial. Pero sería la arquitectura fácil: diseñar, buscar soluciones, sin tener que recortar, contextualizar o adaptarse; todo lo contrario a acometer un programa en un territorio viciado, sometido ya a desequilibrios, la mayoría de ellos con carácter vitalicio. El boyante austericidio hace impensable ahora la fundación de la nada de urbes como el barrio La Défense de París o como Brasilia, ideadas en sus respectivas etapas para elevar el bienestar de los ciudadanos frente a estructuras obsoletas del pasado. Aquí, en Las Palmas de Gran Canaria, en el caso de la Ciudad Judicial, no se vive la modificación general de un área urbana, con traslados de vecinos o expropiaciones masivas, aunque sí hay un trasfondo de gran repercusión colectiva: obtener de una vez por todas las facilidades y el acceso al poder judicial, a su organización, a su administración, a sus trámites, a sus sentencias, a sus archivos, a sus bases de datos... Y para ello es necesario una sede que represente la ambición por el orden frente al desorden que está a punto de decaer, el propósito de unidad contra la dispersión de oficinas, y sobre todo el principio de que la administración de la Justicia no es sinónimo de estar a la espera de una resolución en un laberinto. Nred ha logrado trasladar a la Ciudad Judicial estas consideraciones; otra cosa, claro está, es que la política real sea capaz o no de aprovechar la pieza arquitectónica.

Camino de San Cristóbal, contaba antes, los cuatro módulos emergen limpios, hormigonados y solemnes, pero también desprovistos de exceso de aburrimiento gracias a esta especie de juego de colores que introducen los parasoles de sus fachadas laterales, de gamas cambiantes según el impacto de los rayos solares. Equilibrados y geométricos, no imponen un cerrojazo a todo lo que hay a la redonda. Los arquitectos han huido de la impostura de levantar un rascacielos o una mole impenetrable que se impone a los vecinos de toda la vida; es más, entre módulo y módulo se pueden ver las viviendas del polígono o las casas terreras de los riscos de San José. La tendencia podría haber sido un edificio cuyo volumen superase la altura de la catedral de Santa Ana, con una estética que trasladase miedo y omnipotencia, donde el administrado se viese a sí mismo como un personaje carente de derechos ante unos señores que derraman puñetas por las mangas de sus togas. La Ciudad Judicial ha conseguido con gran habilidad situarse entre los dos mundos: no mancillar la relevancia que su justa aplicación tiene en los países democráticos, pero tampoco sin menoscabar el razonamiento de que está ahí por la confianza que los ciudadanos depositan en ella.

En 2011 bajé con Magüi González a las tripas de este epicentro del cono sur de la ciudad. Todavía se encontraba en obras, lleno de obreros y del zumbido de las máquinas. Una de las cuestiones que me apasionó (y que en el caso de los arquitectos, imagino, les provocó innumerables quebraderos de cabeza) fue cómo se había logrado racionalizar un proyecto de acuerdo con el orden judicial. La entrada de los reos y la de los jueces, y evitar que se crucen en el camino; la necesidad de que el ciudadano, nada más llegar allí, tuviese claro dónde tenía que resolver su asunto; respetar las cuestiones jerárquicas del poder judicial, donde la superioridad de un tribunal debe tener su correspondiente traducción arquitectónica; la creación del depósito capaz de albergar por los tiempos de los tiempos las pruebas de asesinatos o de robos...

Estos y otros asuntos, cada uno con su complejidad (casi todas de envergadura), condicionan el resultado final, lo que está ante los ojos de la ciudad. Recordar los obstáculos, sobre todo la creación de un modelo de circulación en el interior de la Ciudad Judicial, hace que, camino de San Cristóbal, uno se pare ante los cuatro módulos y se sienta sorprendido ante el fenómeno del crecimiento de la arquitectura: esa necesidad de encauzar las necesidades desde la racionalidad, pero sin renunciar por ello a la belleza, al estilo, a la pureza de la línea, al elemento que permitirá el fogonazo de luz natural... A todo lo que, en definitiva, lleva al paseante a pararse ante la pieza y ver que su forma, la ligereza que transpira pese al peso histórico de su contenido, conlleva un logro formidable. Sigo bajo las chispas de mar que llegan a la avenida. Aún así, todavía me doy la vuelta para mirarlo.