Como era previsible, el Ejército ha vuelto a tomar el poder en Egipto. Cuando surgió la llamada primavera árabe, el mundo proclamó una ingenuidad manifiesta, entre una lluvia de alegrías: "También ellos aman la democracia". ¿Qué democracia? La democracia no significa votar cada cuatro años. Ese derecho es sólo el punto de partida, el germen fecundador de la representación. La realidad es que todos esos países fueron trazados por Londres con un tiralíneas. Que se dispersan o se nutren de clanes, que están desestructurados y apenas son naciones en el sentido moderno. Sus habitantes se podrían identificar con los campesinos europeos del medioevo, al menos los del mundo rural. Los índices de culturalización son enormes y están entregados al clero, como aquellos. ¿Demócratas? ¿Acaso un siervo del siglo XII de una aldea leonesa era o se podía considerar demócrata? Esos países ni siquiera cuentan con una burguesía que pueda sostener o alimentar la idea básica de democracia. Cuando comenzaron las revoluciones, algunos, en su desconcierto, establecieron divertidas analogías entre las masas -sus exigencias en la calle- y la representatividad que ofrecen los sistemas abiertos nacidos de los conceptos liberales. Hubo quién miró hacia el sesentayochismo francés en lugar de meditar sobre las teocracias. Su perplejidad hoy ha de ser total.

Las democracias no caen del cielo como si las trajeran a la tierra los santos Abdón y Senén. ¿Es Irán una democracia? Sólo en el apartado numérico: los ciudadanos tienen derecho a elegir a sus representantes cada cierto tiempo. A partir de ahí, se acabó. Las estadísticas no fabrican democracias. Las sociedades abiertas se construyeron sobre el sedimento burgués, como sabe Dios y sabía Marx, y de ahí nació también la emancipación de las naciones modernas. ¿Se dan las condiciones en el norte de África o en Oriente Próximo?

Egipto está expresando ese desconcierto histórico, de nuevo, estos días. Por el momento, han regresado los galones del Ejército. La democracia caricaturesca de los clérigos, los clanes y las parentelas ha fracasado. El Cairo, más liberal y abierto, ha coronado su enojo echando a Mohamed Mursi, muy apoyado por el voto rural, que coincide con el más conservador. Mursi levantó grandes muros ideológicos promoviendo el islamismo radical, y la sociedad urbana capitalina, donde moran las clases medias que abren sus ventanas al laicismo, rechazó el ideario claustrofóbico de las cofradías medievales. Son dos direcciones las que colisionan. Las mismas que han abonado guerras a lo largo de la historia en los más diversos países.

Las fuertes raíces tradicionales que resumía la figura de Mursi han decapitado la posibilidad de una renovación real: el presidente derrocado aplicó un programa radical de islamización sin modernizar el país al mismo tiempo, lo que tal vez hubiera amortiguado la contestación popular. Mursi quería el poder para islamizar Egipto, no para transformar sus condiciones de vida. Es lo que suele acontecer cuando el teocentrismo prevalece sobre las demás fuerzas en tensión.

No ha ampliado las alianzas con otras fuerzas políticas (ni siquiera con el salafismo de Nur), ni ha extendido su base social con reformas domésticas. Por el contrario, ha dividido el país hasta rozar el punto de ebullición de la guerra civil.

Su aventura ha consistido en un mero asalto al poder para dominar a los fieles, convencer a los infieles y distribuir el credo por los límites geográficos del régimen endogámico. Una vez sentado en palacio presidencial, Mursi y los clanes afectos no han sabido qué hacer con el poder, más allá de imponer el dogma. La fractura ha sido instantánea porque tampoco han concedido a los más desprotegidos esperanzas de mejora o les han favorecido con privilegios.

Tras el depuesto Mursi regresa el Ejército. Y con el Ejército vuelve la encrucijada. ¿Hacia dónde se encamina Egipto? Los militares fracasaron en la primera transición y ahora encaran la segunda. Han garantizado a EE UU que sólo permanecerán para restablecer el orden. Veremos. Las libertades, al margen del sufragio, continúan en quiebra, con los Hermanos Musulmanes y con los militares.

La dicotomía social explosiva manufactura formas políticas circulares, bien por la vía del islamismo, bien por la vía de la dictadura. Es una fragmentación que se desarrolla en torno a las desigualdades, al sufrimiento humano y a la marginalidad. El cóctel que no es capaz de remediar Occidente.