Tras años y años vagando entre la decepción y la depresión, sometido el pueblo por plasmas y cataplasmas fue que llegó el día de los santos Crodogango y Basilisa de Nicomedia, un martes 3 de septiembre de 2013 después de Cristo, en el que las trompetas por fin retumbaron para insuflar de dicha jamás vista a los desvaídos castellanos.

Durante los penosos tiempos que duró esta susodicha novena plaga, la demoníaca plaga de la gran burbuja que la parió, más de 47 millones de esforzados godos, e incluso algunos visigodos, vagaron sin tino abandonando el trajín del alicatado y el encofrado y sin empresas que emprender, sometida ahora la hasta entonces próspera tribu al cansino e indolente mano sobre mano y bajo una atribulada gobernanza sumida en la comisión, el cachondeo y, ajajá, no poco el compadreo.

En las boticas faltaban esparadrapos y mercrominas, quebraron usureros, y por no quedar ni quedaban basureros, y en esas tan tristes horas se estaba cuando sin previo aviso se anunció por telediario que en pleno agosto 31 bárbaros jallaron trabajo a diario.

El personal se preguntaba si aquello ya olía a salario, intentando recordar qué coño era una jornada laboral.

Pero no más fue el arcángel Cospedal iluminar en diferido la alucinante buena nueva, que se esfumaron las calimas, el polvo en suspensión y se alumbraron las cosechas, que Dolores, según allí mismo dijo, era por sus cosas tan bien hechas.

Las personas salieron a las calles, barandas y veredas a festejar a los treinta y uno, ¡por Bentejuí que se acabó el ayuno! y el pueblo algo enralado se enfrascó a buscar a estos grandes agraciados.

Y va que uno picaba confeti para las fiestas de la ministra del ramo, otro le jalbegaba de canelo los sobres de colores, tantos tres borraban discos duros triturando ordenadores.

Cuatro más tiraban a la sorrúa bloques por los fondos de la mar, para despistar con el guineo de Gibraltar, y el resto, una enorme cuadrilla en Suiza, cerrando cuentas a toda prisa.

(Que ahí fue a cuando a los indígenas nos dio la risa).