Hace 20 años un artículo de Le Monde Diplomatique columbraba para nuestros días que la falta de empleo mundial haría de la educación universitaria un buen negocio en el que se ganarían los puestos de trabajo con póquer de másters. La exigencia aumenta sin dar nada a cambio. Cuando algunos jóvenes van sueltos en inglés, las leyendas urbanas hablan de que la exigencia es no tener acento.

Estamos viviendo otra contradicción muy buena para el negocio. Se pide a la Universidad que sea la escuela de aprendices del mercado pero el mercado, ese hiperactivo caprichoso, no sabe qué necesita, echa mano de lo que puede y para cuando se le da lo que dice precisar, ya está a otra mariposa. Como ningún título garantiza un trabajo, otro mensaje dice: estudia lo que sea y luego ejercita tus habilidades, aplica tus talentos. Al tiempo, los partidarios de que el mercado rija nuestra vida sin ninguna corrección política y social, los tecnofascistas encantados de los gobiernos tecnocráticos no elegidos, arrecian su campaña contra los políticos quejándose de sus malos currículos. Todos los que, atendiendo a las reglas de mercadotecnia, inflaron sus currículos son ahora delatados en las páginas web más exquisitas. Nada circula más rápido que los boletines de notas con suspensos.

En respuesta al desafinado desconcierto laboral, gente sin iniciativa -según denuesto común-, sin sangre liberal en las venas, sigue acudiendo a los centros de formación, donde se preparan para conseguir algún empleo cuando escampe. Animados por la patraña de la reinvención, se registran casos de desempleados con títulos de formación profesional que buscan salidas estudiando carreras universitarias y de universitarios que estudian formación profesional para hallar trabajo. Progresa el tópico de la generación mejor preparada, esta vez preparada para todo, o sea, para nada.