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Una vieja costumbre

Aquí otra vez. Por una vieja costumbre o siguiendo los pasos de alguien al que ya no me parezco. Es una rutina a punto de perder todo sentido. La opinión es ya un biorritmo y el análisis una excusa para admitirlo todo o no soportar nada. De repente se descubre uno rodeado de gente furiosamente identificada con sus creencias. Gente de la que se debe desconfiar. Un hombre muy sabio y del que se acuerda muy poca gente, Raimon Panikkar, explicaba que los que se identifican fieramente con sus sistemas de creencias lo hacían porque carecían de fe. La fe no tiene objeto definido ni propiamente definible. Los que no están dispuestos a ceder un ápice son los que temen que todas sus convicciones se derrumben si admiten que circule un solo soplo de aire. Cada uno cuenta la feria según le va y yo jamás había detectado -incluso en estos islotes, tan alérgicos al diálogo racional y tan expertos en rencores, olvidos, estupideces consensuadas- un mayor desprecio por el debate, un desdén grimoso por la evidencia, un asco militante hacia el presente. Un presente que se considera muerto, acabado, finiquitado pero que no termina nunca. Algunos anuncian un nuevo régimen político después de las próximas elecciones municipales. Un aviso prometedor si se recuerda en qué terminó la última ocurrencia en este sentido. Otros piden, no sé, que trabajemos gratis hasta que el empresario descubra que somos buenos chicos y llegado el momento nos financie un bocadillo de choped diario. ¿Y la consulta sobre el petróleo? Es imprescindible votar sobre el petróleo y el que no lo considere así es porque no es demócrata. Uno de los rasgos más curiosos del actual y crítico imaginario popular es que todos los problemas se arreglan con más democracia, en lo que están de acuerdo políticos incrustados en las poltronas, pensionistas airados, estafados por las preferentes, empresarios del IBEX, cantantes de pop y parados de larga duración. No existen complejos problemas de diseño institucional, ni dificultades económicas que no admiten sino alternativas pésimas o tolerables, ni contradicciones y riesgos que no puedan ser resueltos votando en una urna, en una asamblea o en un consejo de administración.

Para colmo uno escribe en un periódico. Y eso, en el otoño de 2014, es suficiente motivo de sospecha. ¿Quiénes escriben en los periódicos? Periodistas. Y los periodistas ya no somos personas de confianza. En realidad nunca lo hemos sido. Nadie se digna ya envolver la sardina es un periódico, se consideraría un atropello infecto contra la sardina. De la misma manera ya no es tolerable que envolvamos los hechos con palabras. Hasta dónde quiere usted llegar, narrando los acontecimientos en su infinita soberbia. Los acontecimientos ya no existen. Al menos que se vote al respecto.

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