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Crónicas galantes

La Constitución está que arde

Una comentarista de la televisión de la Generalitat quemó el otro día ante las cámaras un ejemplar de la Constitución, acto que los mandamases de la gubernamental TV-3 se apresuraron a justificar como una simple "metáfora". Los jerarcas al mando del canal catalán lamentaron, eso sí, las tendencias de Empar Moliner a la piromanía, por si acaso pudieran haber ofendido a alguien.

Metafórico parece, en efecto, el acto perpetrado por la mentada Moliner. Aparentemente, estaba quemando un tocho legislativo tan tedioso como cualquier otro; pero en realidad se trataba de una mera figuración. Su propósito era más bien el de denunciar la anulación por el Tribunal Constitucional de un decreto con el que el Gobierno de Cataluña pretendía evitar los cortes de luz y agua a los vecinos más necesitados del reino autónomo.

Razón no le faltaba, por tanto, a la incendiaria comentarista; si bien no es menos verdad que algunos -o muchos- interpretaron su metáfora como un deseo de prender fuego a la idea abstracta de España. Ya se sabe que los nacionalistas más exaltados, de allá o de aquí, tienden a buscarse un enemigo sobre el que cargar todas las culpas.

El de quemar libros es un hábito antiguo que se remonta a tiempos muy anteriores a los de la Santa Inquisición. Hasta donde se sabe, el primero en ponerlo en práctica fue el emperador chino Qin Shi Huang, que condenó a la hoguera a todos los libros escritos antes de su llegada al poder. Pretendía de este modo el sátrapa que la historia recomenzase desde cero a partir de él, costumbre que muchos siglos después adoptarían igualmente los gestores de la Revolución Francesa (aunque estos no la tomasen con los libros).

También el régimen de Pinochet en Chile hizo piras de libros subversivos, entre los que figuraban tratados sobre al arte cubista. Los purificadores del pensamiento habían llegado a la conclusión -algo extravagante - de que el cubismo guardaba una relación directa con la Cuba de Castro.

El franquismo se aplicó con parecido entusiasmo a esa tarea en España. Paradójicamente, lo hizo en la Universidad Complutense, donde el sindicato de estudiantes falangistas celebró la fiesta del libro prendiendo fuego a miles de ejemplares que contenían ideas "torpes y envenenadas". Entre los elegidos para la hoguera estaban los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los pornográficos, los que fomentaban el "romanticismo enfermizo" e incluso los "pesimistas".

Inevitablemente, la eliminación de los individuos de carne y hueso que escribían y/o leían esos textos intolerables fue la secuela lógica de la quema de los libros. Se empieza por abolir las ideas y, degenerando, se acaba por enviar también a la hoguera -o al paredón- a la gente contaminada por tan oscuros pensamientos.

"Donde se queman libros se termina por quemar también a las personas", había advertido ya un siglo antes el poeta alemán Heinrich Heine, teoría que confirmó posteriormente su compatriota Adolfo Hitler.

Salvadas las distancias, tampoco la periodista de TV-3 parece que tuviera en cuenta esas advertencias cuando decidió transformar en material combustible la Constitución que garantiza a los españoles sus derechos. Entre ellos, el de criticar por el método de la chamusquina a la propia ley fundamental, sin que a uno le pase nada.

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