En 1999, el historiador del arte Douglas Crimp escribió uno de sus textos más conocidos: El Warhol que merecemos, en el que realizaba una meditada - y política- defensa de Warhol como uno de los artistas contemporáneos para los que las cuestiones de identidad sexual habían tenido una radical importancia no sólo en el ámbito de su creación, sino, necesariamente, en el de su recuperación y recontextualización histórico-artística desde el punto de vista de los denominados "estudios culturales" o la historiografía del arte más vinculada a las revisiones en clave identitaria y de género y orientación sexual (y más específicamente, homosexual, o queer; como las teorías popularizadas en aquella década en la academia anglosajona, y que transformaban "orgullosas" el insulto en campo de investigación; la presencia histórica minoritaria y marginal en reflexión política y acción social).

No es casual que se traiga a colación, y en este momento, ese artículo seminal (como lo fue el de Linda Nochlin en el 71 en lo que a las mujeres artistas se refiere) para encabezar este - más que necesario- homenaje a Juan Hidalgo. Pues pocos artistas de los sesenta han sabido hacer gala de la identidad -de todas ellas, pues como dice Amelia Valcárcel, la identidad no son sino las sucesivas máscaras que vamos colgando de un clavito- como él. O quizá, sería mejor decirlo así, de la sucesiva huida de cualquier tipo de identidad fácil de etiquetar, "panfletaria" y, por tanto, fácilmente desarticulable en su eficacia. Hidalgo ha venido, sistemáticamente, huyendo de cualquier identidad impuesta, aunque sin negar jamás que desde algunas de ellas parte su discurso como si de una particular atalaya se tratase. Algo que no sólo ha afectado al terreno personal, sino que supo traducir a la perfección - si es que la vida misma y la obra realizada han estado, en su caso, en algún punto apartadas- a todas y cada una de sus manifestaciones (como a su declarado abuelo Duchamp, a Juan no le gusta hablar de "obras de arte", "artistas" ni otras grandilocuencias, sino de la labor mucho más humilde de aquel que "hace cosas").

Por eso, él mismo, que nunca ha huido de definirse - si tal cosa fuese posible-, como un pequeño maestro zen, tampoco ha dudado en dar la clave de cómo entender la obra de un músico, compositor, artista plástico, poeta, artista de acción y, sobre todo, "artista zaj" (ya me dirán ustedes de qué manera es posible definir univocalmente semejante epígrafe). Para él, de quien los músicos españoles hablan como artista plástico y los artistas plásticos como músico, y al que solo los poetas consideran poeta no cabe otro apelativo que el de "poeta raro", aquel capaz de tomar la realidad en su más cotidiana esencia, y transformarla radicalmente por medio del lenguaje hasta convertirla verdaderamente en una composición poética (o musical, o plástica, dado el caso viene a ser lo mismo) que llega a funcionar - también en esto zen- como un koan: el acertijo planteado por el maestro zen cuya mera formulación ya supone ser un paso decisivo en el camino del satori y la iluminación. Por eso, también con bastante del zen que influyó asimismo a su maestro - y declarado padre- John Cage, supo incluso encontrar el verdadero valor y potencial del silencio, de lo que no se dice - porque no es necesario decir, o no se puede decir- y de lo que no hace falta siquiera decirlo, sino sólo sobreentenderlo: por eso bautizó a sus obras literarias, su particular fórmula de captación y transformación de la pura realidad en obra poética, como "etcéteras", reunidos todos ellos en volúmenes excepcionales de la poesía experimental española como De Juan Hidalgo, Viaje a Argel o Viaje a Sanet, obras sobre las que planea su sonrisa, y a la que sólo cabe que respondamos inevitablemente con la nuestra aquellos que tenemos el placer de adentrarnos por esos caminos que, de puro cotidianos, acaban por resultad excepcionales. Pues sabe Juan también, como sabía Erik Satie, que la risa del sabio temeroso es parte fundamental de cualquier desjerarquización, de cualquier ruptura de fronteras (o géneros artísticos, o identidades impuestas, es lo mismo) como las que él ha venido realizando desde los cincuenta en los que, como músico experimental, formó parte de la verdadera vanguardia reunida en festivales como los de Darmstad y en círculos más privados como el de su amistad con Cage y Marchetti en Italia o con Esther Ferrer, Ramón Barce, Jose Luis Castillejo, Tomás Marco y tantos otros representantes de la vanguardia musical y experimental de los sesenta en España, a los que su equivalente internacional (el Fluxus de Maciunas), quiso incorporar bajo el ala de su particular "globalización" artística y a los que Hidalgo, vanguardista hasta en la propia vanguardia, comentó que por qué entonces en lugar de llamar a todo Fluxus no se llamaba a todo Zaj.

Incluso, si es necesario mencionarlo, el propio cuerpo, su presencia "real" y la importancia de uno de sus más radicales y placenteros extremos, el sexo, no han resultado extraños para este artista (perdóname, Juan, es defecto profesional) cuya trayectoria podría resumirse como "el recorrido japonés que él mismo realizó sobre los escenarios de la vanguardia de los sesenta paseando la sandalia de Bodhidharma, aunque en ocasiones tampoco ha negado que la cuestión pueda tener algo de práctica sexual, de recorrido de la mano por el cuerpo como el que ha realizado en algunas de sus obras fotográficas - también en esto pioneras- de los sesenta y setenta como Hombre, Mujer y Mano u Hombre y Flor o Mujer y Flor, cuya composición y tema, de aire a veces surrealizante, no tienen nada que envidiar a las producciones que una década después se convertirán en la punta de lanza de los discursos identitarios promovidos por la escena y crítica internacional. Obras cuya culminación en lo que a ruptura de géneros - tanto temática como formal, por lo que de acción fotográfica tiene- se encontraría en su Biozaj: ser nuevo sin género ni etiqueta que escapa a cualquier identificación: hijo-hija y último eslabón, sin duda, de esa familia "homoparental" con la que él siempre se ha identificado y que sitúa a Cage como su padre, Duchamp (convenientemente travestido de Rrose Selavy) como su abuelo, Satie como el amigo de la familia y Durruti como el amigo de los amigos ( y a la que cabría incorporar hoy en día a Carlos Astiárraga, su pareja desde hace años y, ¿por qué no? - de esto sabemos bastante los aficionados a los felinos- a toda esa prole de sphynyx que diariamente le acompañan en su reducto de Ayacata. Pues conste que con todo lo internacional que ha sido su existencia, jamás desapareció Gran Canaria y los amigos y amigas allí reunidos de la vida y la obra de Juan (hace poco tuvimos la suerte de encontrarnos unos cuantos en la Galería Saro León, con motivo de su exposición retrospectiva y homenaje a Clara Muñoz).

Por eso somos muchos, estoy seguro, los que hoy tenemos que celebrar que Juan Hidalgo haya tenido un más que merecido reconocimiento con el Premio Nacional de Bellas Artes. Un reconocimiento que parecía escapársele incomprensiblemente - visto lo hecho y lo dicho, aunque no sea Juan amigo de "hagiografías"- y que hoy afortunadamente le haya alcanzado.

Aunque él, como el maestro zen que es, lo reciba desde su pequeño refugio violeta, con la sonrisa de la sabiduría flotando como un perfume y convertido - nada más cotidiano- en una pequeña brizna de hierba. Felicidades, maestro. Te lo mereces.