Soy restauradora de obras de arte y quiero recordar aquí un episodio entrañable -y he de reconocer que algo sorprendente- ocurrido hace aproximadamente dos años en Artenara. Tuve que restaurar la talla en madera de la Virgen de la Cuevita y para ello la trasladamos a mi taller en Las Palmas. No recuerdo cuántos meses estuvo la talla fuera, quizás tres. Una vez acabada su restauración volví a llevarla.

No entraré en detalles que podrían ilustrar más el momento; sólo diré que llegué a una hora bastante molesta, la hora de comer o de la siesta. En el pueblo no se veía a un alma, así que tuve que buscar a la persona que baja los bolardos que cierran el camino a la cueva. En cuanto lo abrió y pude pasar lentamente con el coche, para mi asombro, comenzó un repicar de campanas, y mientras duró el corto trayecto, la cueva se fue llenando de gente. Fue un instante, no recuerdo sus nombres ni sus caras. Lo que sí recuerdo son frases sueltas de agradecimiento por haberla devuelto a su casa y las lágrimas de un anciano que no atinaba a entrar y a alguien que le decía: "¿Lo ves, Fulanito? Te dije que volvería". Acabaron, una vez colocada en su hornacina, rezándole y cantándole. Alguien me explicó el porqué de tanta alegría: "Al llevársela, se llevó usted con Ella todas nuestras intenciones, nuestras peticiones, nuestros afanes. Al llevársela, nos dejó un poco huérfanos, se quedó esto desangelado".

Podría contar otras historias similares que dicen del infinito valor de una imagen para el pueblo creyente... el pueblo creyente de Gran Canaria.

No tengo por costumbre recibir a personas que sienten mera curiosidad por conocer mi lugar de trabajo, pero cuando restauré el Cristo de Luján Pérez de la sala capitular, quizás para algunos más conocido por el Cristo de las mantillas, fueron muchas las personas que me pidieron ir a a mi taller para verla más de cerca y estar un rato allí. Me consta que no les movía especialmente el interés por mi trabajo o por la maestría y belleza de la escultura en sí, sino más bien lo que esta representaba.

En tantos años de profesión, por mi taller han pasado cuadros y esculturas, imágenes, de muy variado valor, ya sea estético, material, artístico... Unas de muy alta calidad y otras, de bastante menos. Pero la gran mayoría - hablo aquí de imágenes sacras - con un inconmensurable valor devocional. Inconmensurable porque no tiene precio el significado que estas imágenes tienen para los creyentes, porque son vehículo para su diálogo con Dios, son recipiente de sus afanes, sus luchas, sus pesares, ilusiones, esperanzas... Están concebidas para despertar los sentidos internos, para poder ver lo invisible a través de lo visible. Son manifestaciones plásticas de quien es el fundamento de la fe cristiana: Jesucristo y de su Madre, La Santísima Virgen, que también es Madre de todos los cristianos. Las imágenes manifiestan la realidad histórica de esa persona que ha fascinado y seguirá fascinando hasta el final de los tiempos a tanta gente.

Quienes guardan celosamente los recuerdos familiares, las fotografías de sus seres queridos, entienden bien lo que digo, comprenden el celo, el cariño por las imágenes que representan a quien es el centro de sus creencias, fundamento de su vida. Las imágenes llevan a Dios del mismo modo que unas fotos nos hacen recordar a nuestros seres queridos. Será por eso que siempre que restauro una imagen sacra lo hago, sin proponérmelo, con un especial sigilo, con una especial delicadeza por la carga, la riqueza, la intimidad de tantos que esa imagen lleva en sí...

Qué pena, qué pobreza, qué falta de creatividad las del que tiene que recurrir, sin pudor alguno, sin pedir permiso a los demás, para destacar, para hacer espectáculo, para divertirse...

Hay unas palabras atribuidas a Santo Tomás Moro que recuerdo con frecuencia y que dicen así: "Bienaventurado el que sabe reírse de sí mismo porque tendrá diversión para toda la vida".

Amparo Caballero Casassa. Restauradora de obras de Arte