La desaparición de don Antonio de Bèthencourt Massieu ha dejado una tristeza y un vacío enormes entre los canarios por lo que significaba para los estudios históricos del Archipiélago su trabajo investigador. Nos enteramos de su fallecimiento consultando la web del Ayuntamiento de la Villa de Teror que sobre el mediodía del jueves publicaba una breve gacetilla informando de su deceso. Fue por supuesto un grancanario, un profesor de Historia, que había tenido el honor de haber pregonado en dos ocasiones las Fiestas mayores de la Patrona de la Diócesis de Canarias y de la isla de Gran Canaria, Nuestra Señora del Pino (1956 y 1976). La noticia de su muerte nos causó en verdad conmoción y soledad porque Bèthencourt Massieu, junto a Antonio Rumeu de Armas y Francisco Morales Padrón, formaba la gran tripleta de historiadores canarios, que dedicaron enorme esfuerzo personal y colectivo para defender el tesoro más preciado de la historiografía de las Islas, la relación que éstas mantuvieron con América y el valor documental y testimonial del arte que disponemos en todas y cada una de las islas.

Aunque nacido en la isla de Gran Canaria, Antonio de Bèthencourt Massieu fue siempre un referente en la investigación histórica no solo de su isla natal sino de todo el Archipiélago. Realizó sus estudios universitarios en la capital de España, dirigiendo desde muy joven su labor investigadora en la Biblioteca del Ateneo madrileño y entrando en contacto desde aquella época con profesores e historiadores de toda la España de entonces, de la Dictadura, gente que se convirtió en protagonista de la vida académica española. Después de unos años en la Península donde estableció las bases de su investigación posterior, volvió a su tierra, concretamente a la Universidad de La Laguna donde llevó con esmero y excelencia la Cátedra de Historia Moderna. Fue allí donde conocimos a aquel profesor e investigador que, con aire despistado, compartía, en ocasiones, con los estudiantes el café o un tentempié en el bar de la Universidad lagunera. Fue profesor nuestro en cuarto de carrera, donde nos ilustró en la economía y sociedad isleña en el siglo XVIII.

La generación nuestra, que iniciamos Geografía e Historia en el curso 1969-70, fue privilegiada, ya que al decir de muchos, la Facultad de Filosofía y Letras, ha sido una de las mejores de toda la historia de la Universidad lagunera. La década de los setenta fue excepcional, ya que allí se concentró un grupo de profesores, de lo mejorcito que entonces podía encontrarse en cualquier universidad española. A los catedráticos y profesores canarios, entre los que destacaban Jesús Hernández Perera, Sebastián de la Nuez, el propio Bèthencourt Massieu, Régulo Pérez, etc., había que mencionar a otros destacados profesores venidos desde la Península como Miguel A. Ladero Quesada (Medieval), Vicente Cacho Viu (Contemporánea), Eugenio Burriel y Gil Olcina (Geografía) etc., entre otros muchos. En ese clima, de trabajo y de investigación, surgió un nutrido grupo de alumnos que terminaron su carrera con este equipo de profesores que inculcaron el apetito investigador a muchos de los que luego han sido y son parte del Claustro de profesores de Letras de las dos universidades canarias y que nos sería muy engorroso enumerar.

De todas formas, Antonio de Bèthencourt cerró una etapa de rectores nacidos o con raigambre isleña que gestionaron la Universidad de La Laguna en los últimos años de la Dictadura franquista, no sin sobresaltos e inquietud por el clima extraño que se respiraba en torno a los muros de aquella universidad lagunera. Desde 1968 a 1972 iniciaría esta etapa de convulsión extrauniversitaria, Jesús Hernández Perera, catedrático de Historia del Arte. Momentos difíciles, que se complicarían aún más en los años del Rectorado de su sucesor, Benito Rodríguez Ríos (1972-1973), un hombre más bien tímido pero enérgico al no permitir la entrada de los entonces llamados grises al interior de la Universidad, a pesar de las continuas asambleas de estudiantes y movidas en la calle con ocasión de la Huelga de Transportes en Tenerife y la muerte del universitario grancanario Javier Fernández Quesada, estudiante de Biológicas, que falleció en circunstancias aún no aclaradas totalmente, en medio de una represión brutal de las fuerzas del orden. Este crimen, como sería calificado por la prensa de la época, tuvo lugar en el año 1977, en pleno rectorado de don Antonio de Bèthencourt. Enrique Fernández Caldas, sucedería en el cargo a Benito Rodríguez Ríos (1973-1976), para cerrar esta etapa a finales del franquismo e inicios de la Transición, Antonio de Bèthencourt Massieu, un hombre también preocupado por los derroteros que seguía aquella Universidad española que intentaba desterrar las formas duras de los gobernantes del tardofranquismo para ir introduciéndola en unas infraestructuras más abiertas y democráticas en las que reinara siempre el diálogo en la comunidad educativa y que la formación del estudiantado primara sobre otros valores lejos del encorsetamiento intelectual de entonces. Bèthencourt Massieu llevó las riendas de la Universidad lagunera hasta el año 1979, debiendo enfrentarse a los nuevos retos de la universidad pública.

Don Antonio siguió trabajando hasta su jubilación, en 1988, dedicando su actividad como profesor emérito en la UNED y sus trabajos en torno a Canarias y América, con aquellas investigaciones desde los Anuarios de Estudios Atlánticos y también desde los Coloquios de Historia Canario Americana, en nuestra Casa de Colón. Le tocó vivir como rector unos tiempos difíciles que supo capear con su sabiduría y no poca mano izquierda. En su haber queda para la Canarias del futuro la formación de un grupo de investigadores que hoy siguen su línea de trabajo en las Universidades de la Laguna y Las Palmas de Gran Canaria así como en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).