Lucy, Australopithecus afariensis, Hadar, Etiopía, 3,18 millones de años a.c. Lucy, morirá tras precipitarse desde lo alto de un árbol. Los accidentes, la escasez de alimentos, las infecciones, la mortalidad neonatal, durante el parto y por predadores son las causas más frecuentes de muerte entre los homínidos de su especie.

Nayra, Homo sapiens, Las Palmas de Gran Canaria, España, 2017 años d.c. La especie a la que pertenece Nayra habrá aparecido alrededor de tres millones de años después de la muerte de Lucy, con una ventaja relevante sobre las que la precedieron, el desarrollo de un área específica del cerebro que permitirá a los congéneres de Nayra uno de los logros que los colocarán en la cima de la pirámide evolutiva, el sortear las causas de mortalidad de la especie a la que pertenece Lucy y extender los escasos 30 años de esperanza de vida de esta, a los 84 que puede esperar vivir Nayra.

La adquisición de la corteza prefrontal y toda la serie de capacidades cognitivas que esta le proporciona, le habrá servido al Homo sapiens para eludir la amenaza de los predadores, minimizar los riesgos de accidentes, diseñar sistemas eficaces para aprovisionarse y guarecerse, vencer las principales causas de mortalidad por enfermedad y triplicar así la duración de la vida de los individuos de la especie. Pero este proceso ocurrirá a una velocidad muy superior a la que la evolución puede adecuar el funcionamiento de los tejidos y órganos a la nueva duración de la vida. En consecuencia mientras la muerte sorprendió a Lucy a los veinte años, cuando su organismo funcionaba al máximo rendimiento, Nayra solo vivirá alrededor de los dos tercios de su vida con todos sus órganos en correcto y pleno funcionamiento.

Para cualquiera de nosotros, para la ciencia y para la investigación biomédica, este hecho plantea una cuestión obvia. Tendríamos que utilizar las capacidades obtenidas después de más de tres millones de años para acelerar el reloj evolutivo y posibilitar que células, tejidos y órganos, incluido el propio cerebro, extiendan su funcionamiento óptimo hasta sincronizarlo con la esperanza de vida actual. Alcanzar esa meta serviría a dos objetivos, el de alargar progresivamente la vida, hasta los casi ciento veinte años que se han propuesto como el límite natural de la esperanza de vida humana y sobre todo, el de mejorar la calidad de la última etapa de la misma. Un sí es la respuesta también obvia a la cuestión que se nos plantea.

Un sí que podría parecer frívolo. Porque, cuando la mayoría de la población del planeta sufre todavía enormes carencias no sólo sanitarias, sino en las condiciones más elementales para una vida digna. En un momento en el que incluso las minorías que habitan en los países del primer mundo ven ya descender la esperanza de vida, disminuir los cuidados a la salud e incluso peligrar la vida, como consecuencia de los recortes en los sistemas públicos de salud. No es una injusticia y un despilfarro de los recursos disponibles dedicar parte de los mismos a la investigación para alargar y mejorar la calidad de vida.

Un segundo sí a esta pregunta es más que legítimo, pero sin entrar en consideraciones que irían desde la ética a la economía, lo cierto es que en la historia de la humanidad en general y de la ciencia en particular, las empresas científicas y tecnológicas que luego han repartido beneficios a todos, han sido afrontadas casi siempre por minorías, en tiempos poco adecuados y a menudo con recursos escasos. Por eso miles de personas encuadradas en cientos de equipos de trabajo en todo el mundo dedican ya su esfuerzo a la tarea de buscar estrategias con las que, cuando curar todo a todos sea posible, podamos además añadir bienestar a la vida de aquellos a quienes se habrá evitado una muerte prematura.

El ovario es uno de los órganos que Lucy habría mantenido intacto en el momento de su muerte, incluso si esta no hubiera ocurrido prematuramente, pero el de Nayra habrá perdido todas sus funciones cuando haya transcurrido la mitad su vida adulta. De entre los miles de trabajadores de la ciencia empeñados en la tarea de ganarle la carrera a la evolución, unos pocos cientos han elegido como objeto de su trabajo este órgano, de importancia relativa para los individuos de la mitad de la población, pero esencial para la supervivencia de la especie. Además del sinnúmero de preguntas específicas que nos hacemos cada día, quienes hemos hecho esta elección nos hemos planteado dos cuestiones previas.

I. ¿Podría prolongarse la vida útil del ovario?

Como en cualquier proyecto científico para elaborar una hipótesis es necesario en primer lugar hacer acopio de los conocimientos acumulados con anterioridad. En 1672 Reinier de Graaf describió el ovario, un órgano clamorosamente ignorado por los anatomistas de la época. Desde que a principios del siglo XIX Ernst von Baer le atribuyera su función al describir el óvulo y su procedencia del folículo descrito siglo y medio antes por de Graaf, el estudio del ovario no despertó prácticamente ningún interés hasta los años cincuenta del siglo pasado, cuando la presión para desarrollar estrategias con las que controlar la explosión demográfica, puso el foco en el estudio de la regulación hormonal del ciclo ovárico que dio origen a los tratamientos hormonales -las píldoras- anticonceptivos. En la década de los ochenta, las mujeres incorporadas masivamente a un mercado de trabajo competitivo, alcanzan la edad en la que se experimenta una disminución de la fertilidad, sin poder tomar la decisión de ser madres. La necesidad de encontrar métodos que resuelvan el problema a este colectivo creciente impulsa la investigación sobre los mecanismos de maduración del óvulo, que culminó con la aparición de los métodos de fecundación in vitro.

En la segunda década del siglo XXI, siendo ahora el reto prolongar la vida útil del ovario, hacia dónde tendríamos que dirigir la atención en el estudio de este órgano. El ovario es funcional mientras en el mismo existan folículos a partir de los cuales producir un óvulo maduro. Folículos que tras alcanzar un máximo de alrededor de siete millones a las veinte y seis semanas de gestación, se han reducido a tan solo cuarenta mil en el momento de la primera ovulación. Un cálculo simple nos proporciona una cifra aproximada de entre cuatrocientos y cuatrocientos cincuenta óvulos que serían producidos desde la menarquia a la menopausia. Si, como sabemos, este último proceso ocurre cuando el ovario ha agotado su reserva de folículos, cuál ha sido el destino de los otros treinta y nueve mil quinientos. En cada ciclo ovárico se reclutan alrededor de ochenta folículos de entre los cuales en nuestra especie solo uno, dos o muy excepcionalmente tres o cuatro se seleccionan para producir un óvulo maduro. Los restantes experimentan a lo largo de las diferentes fases de la maduración folicular un proceso denominado atresia.

El reclutamiento de un número alto de folículos primero, y la atresia folicular después son por tanto los procesos responsables del agotamiento de la reserva folicular. Por eso, muchos de los esfuerzos en el estudio de la función del ovario se dirigen en este momento a descifrar los mecanismos celulares y moleculares que determinan el reclutamiento y la atresia folicular. Cuando estos procesos sean comprendidos en su totalidad, es más que posible que podamos imaginar y desarrollar estrategias con las frenar el reclutamiento y/o impedir la atresia, alargando así el tiempo en el que el ovario dispone de folículos con los que cumplir su función.

II. ¿Cuáles serían los beneficios derivados de prolongar la vida del ovario?

Con el ensanchamiento de la ventana de tiempo en la que poder generar un óvulo apto para la fecundación, se produciría asimismo un aumento del tiempo en el que se sintetizan y liberan desde el ovario, los estrógenos y los progestágenos. Además de los efectos directamente relacionados con la reproducción los estrógenos, la progesterona y sus derivados, tienen importantes efectos protectores sobre la salud de la mujer que, con alguna probabilidad, cumplen el objetivo de mantener con vida a la madre, hasta que el niño pueda ser independiente.

Las mujeres en edad fértil están en efecto protegidas de accidentes cerebro-vasculares, de enfermedades degenerativas como el Parkinson o el Alzheimer y, se benefician de una mayor plasticidad neuronal, que se traduce en mejoras cognitivas, de la memoria y del estado de ánimo. También protegen las hormonas ováricas la salud cardiovascular de las mujeres, manteniendo un perfil lipídico equilibrado, previniendo la aterosclerosis y rebajando la tasa de mortalidad por infarto hasta en un cincuenta por ciento con respecto a la de los hombres. La mejora de la respuesta inmunitaria, la prevención de la obesidad y de la pérdida de masa ósea o, aunque pueda parecer trivial, el mantenimiento de la densidad y textura de la piel son algunos más de los beneficios que la producción hormonal ovárica proporciona a las mujeres.

Cabe preguntarse si, dado que estrógenos y progestágenos se pueden sintetizar de manera poco costosa, la administración de ambos tipos de hormonas no sería una manera fácil de mantener sus beneficios. Se han ensayado múltiples estrategias de terapias substitutivas y algunas se utilizan en la práctica clínica. Pero difícilmente los beneficios de estas terapias consiguen equilibrar los efectos indeseados e incluso los peligros de las mismas. Porque es prácticamente imposible reproducir el perfil temporal, cualitativo y cuantitativo de la compleja secreción hormonal ovárica con la eficacia necesaria para substituir la función del órgano.

Por último, es obligado preguntarse acerca de la idoneidad para y la conveniencia de, ser madre -o padre- cuando se ha vivido ya más de la mitad de los años de vida esperados, y han disminuido las probabilidades teóricas de ofrecer a un hijo el cuidado y los años de apoyo que necesita hasta alcanzar la edad adulta. Pero, a la espera de los imprescindibles cambios socioeconómicos que garanticen una mayor libertad en la elección del momento adecuado para ser madre, no parecen discutibles los beneficios que para la mujer tendría aumentar los años fértiles. Beneficios que incluyen no sólo, pero por encima de todo, liberar a la mujer de la carga que para la toma de sus decisiones vitales implica la existencia del denominado reloj biológico, dándole la posibilidad de elegir si quiere o no asumir la responsabilidad de una maternidad tardía. Una opción que la biología no niega al hombre y que la ciencia, una de las manifestaciones más sofisticadas de las ventajas que nuestra especie ha adquirido, podría proporcionarle a la mujer.