Juan Goytisolo no fue ese escritor e intelectual de una pieza -una grotesca contradicción en los términos- sobre los que muchos derraman incienso a la hora de su muerte. Más bien fue un nudo de contradicciones pacificado por el tiempo, la vejez y el éxito. Despreció la institución académica y los premios literarios, pero después de mostrar su desdén por el Cervantes, lo recogió de las manos de Felipe de Borbón. Se declaraba de izquierdas y próximo a los pueblos desheredados del mundo, pero vivía con cómoda humildad en Marruecos, una monarquía brutal, ineficaz y corrupta, y jamás proporcionó motivos de irritación a Hassan II o a Mohamed VI. Diagnosticaba certeramente una carencia asfixiante de diálogo maduro y de crítica creativa en la cultura literaria española, pero jamás dialogó con la literatura española de los últimos treinta o cuarenta años. Le costó mucho desembarazarse política, cultural, ideológica, sexualmente de una España lóbrega cuyos defectos más insoportables se condensaron en la miserable dictadura franquista. Nunca más regresó. Leí y escuché mucho a Goytisolo, pero recuerdo una breve conferencia suya en Marrakech. Hablaba de España -y de la cultura española- como si no se hubiera apagado la lucecita de El Pardo. Era una España que Goytisolo derrotó en su vida y en su obra, pero que ya no existía, y simular que seguía existiendo, desmochar el viejo monigote que chorreaba pus y sangre, era bastante fácil.

Si Juan Goytisolo fue un escritor excepcional es porque escribió, o intentó hacerlo, desde la crítica abierta e inteligente a un conjunto de ideas, ocurrencias, pretextos y jerarquías que mantenían secuestrada la tradición literaria española en un lóbrego sótano menendezpelayesco. Un sótano de sacristía encharcado de agua bendita que borraba las huellas árabes y judías en el desarrollo de las letras hispánicas, que escondía, esterilizaba, enterraba una parte sustancial de lo que había sido España, su historia y su literatura, un enorme espejo deformante incapaz de devolver una sola imagen cierta, pulido al servicio de las élites zarzueleras de un país irremediable. Rescató el valor de obras censuradas por el canon - La lozana andaluza de Delicado- o las reinterpretó -como ocurrió con La Celestina- mientras exaltaba a heterodoxos libres del polvo y la paja del nacionalcatolicismo patriotero, como José María Blanco White. No fueron simplemente lecturas (magníficas) de un ensayista lúcido y batallador, lecturas para aprender a leer de nuevo al Arcipreste de Hita, a Cervantes o a Fernando de Rojas, sino exploraciones de un novelista que redescubría el género como ajuste de cuentas con las falsedades de una imagen nacional, de una historia pervertida, de cuerpos maltratados y de un idioma que debía renovarse para seguir siendo útil, vivo, preciso, incordiante. No estoy muy seguro que lo último - defendía tranquila y orgullosamente que desde Señas de identidad no distinguía, ni se podía distinguir, entre prosa y poesía en su discurso narrativo- lo haya conseguido. Pero Reivindicación del Conde Don Julián o Makbara son aventuras admirables de libertad de un hombre que conquistó la suya y la derrochó escuchando durante años las historias y cuentos de la plaza de Xemaá-el Fná. Lo recuerdo en un hotel de Santa Cruz de Tenerife, rodeado de profesores y escritores que debatían asuntos trascendentales, y él acariciaba un gato que se había colado en el comedor, y ambos, el gato y el escritor, se miraban fijamente y en paz, como si ya se lo hubiesen contado todo.