Al final los hijos son un experimento. Los padres intentamos hacer lo que podemos -y a veces mucho más- para insuflar las dosis necesarias tratando de atrapar un perfil ideal. Y lo que es más importante: que nuestro regocijo por la obra bien hecha sea compartido por ellos. ¡Que sean felices! En una materia tan personal como criar hijos es normal que otros vean como una excentricidad los datos, experiencias, aficiones y humores que les suministramos desde que nacen. Nos empleamos a fondo en ofrecerles algo diferente a lo estándar, sabiendo que ello no es garantía de nada: a Leonor, la hija de los Reyes, le pusieron delante el cine de Kurosawa, y ahora mata por él. A la pequeña Borbón le gusta Stevenson, Carroll, y lo más llamativo, el cineasta japonés. Así salió en un perfil que le hizo Tiempo y que provocó reacciones irónicas sobre cómo la monarquía hizo su mejor escaparate con las preferencias de la heredera. Desconozco si hubo cocina detrás. Lo que sé es que uno, en ese afán de proyectar sobre ellos lo que cree sobresaliente de la vida, siempre piensa que algún día habrá un resultado, un destello que traslada al padre al pasado, al día en que empezó a separar las cuestiones que le interesaban a su hijo. No tiene que ser necesariamente algo tan de culto como Kurosawa. Puede ser un paisaje, una exposición, un baño en una playa, un viaje, pero también, claro está, puede ser un cine tan bello como el del director nipón o la lectura en voz alta de Las aventuras Huckleberry Finn, Lawrence de Arabia, Galdós, el trazo de Hooper, Cien años de soledad, un retrato fantástico, un concierto... Cualquier experiencia. La selección mental sobre lo que se queda y lo que se va es tan caprichosa que muchas veces sobran las preguntas sobre el particular. Es la gran odisea de los padres: ver qué ocurre el día en que te empiezan a hablar con seriedad y criterio.
