Los bancos de alimentos son organizaciones admirables. Sus maratones y grandes recogidas de alimentos son algo a estimular e imitar. Un éxito.

Mi familia y yo hemos colaborado en una de esas grandes recogidas, que deben seguir organizándose con todo entusiasmo. Pero no olvidemos que es caridad. La caridad hay que promoverla. Pero para mí también en su vertiente denominada solidaridad, entendida como el fomento de la igualdad de oportunidades.

Las fotos de políticos recogiendo alimentos para los pobres tienen un tufo a señorona de derechas que sienta a su mesa a un pobre, como de otra época, ya saben, otra España. Fotos en sepia.

Paternalismo burgués al proleta alocado que no tiene ni para tabaco y va con guantes roídos y un niño mocoso en brazos que llora de hambre, se pee mucho y tiene los morros manchados de mocos. Más servicios sociales y menos caridad. Más becas y sanidad y trabajo y menos pobres a los que darles una galleta de chocolate previa fotito. Damos lo que nos sobra, lo que no nos hace falta. El regüeldo. El trozo duro de pan, el restillo de leche, ahí va, para el pobre, para el menesteroso, que se decía antes. Nos dejó dicho Benjamin Franklin: "Yo creo que el mejor medio de hacer bien a los pobres no es darles limosna, sino hacer que puedan vivir sin recibirla". Una obviedad.

No hacía falta ser Franklin para pensar esto, pero las cosas, cuando las dice una autoridad, o alguien que ha inventado el pararrayos, son más creíbles o encajables en una columna. Es como si yo digo que me gusta el zumo de tomate, no es lo mismo, claro, que si lo dicen Messi o Iceta o la Reina de la Belleza de Mondoñedo, lugar por cierto placentero para asentarse una temporadita y que cuenta entre sus atractivos y singularidades poseer obispo, cosa no frecuente entre los numerosos municipios de nuestro nunca bien ponderado Estado, es decir, España. Esta España tan en cuestión, tan dada a la caridad, con tanto pobre y con tanta comida y solidaridad derramada, de boquilla, que no va a ninguna parte, ni beneficio hace a nadie. Es Navidad y se nos ablandan el corazón y la cartera. Nos desposeemos de un aguinaldo, unas monedillas que compran nuestra conciencia. Que también, por tanto, tiene un precio con el que se calma. Calderilla.