No había vuelto a escribir en esta columna -no por falta de temas porque con la que está cayendo una siempre tiene de qué hablar- sino porque después de mi último artículo, "Soy una feminazi, ¿y qué?", los insultos fueron tan crueles que se me quitaron -durante un tiempo- las ganas de escribir. Y fíjense que hablo de insultos y no de críticas, porque las segundas yo las encajo bien pero los primeros no tanto. Sobre todo cuando lees desprecios tales como: "Deberían pegarte una buena paliza para que sepas lo que es la violencia de género". En fin, sin comentarios?

Pero, de repente, me han vuelto unas ganas locas de ponerme a escribir porque como ya cantaba Rubén Blades allá por los ochenta, "la vida te da sorpresas / sorpresas te da la vida / ay, Dios". Y hace unos días me sorprendió gratamente porque después de 19 años me encontré con una antigua compañera de instituto. La última vez que nos vimos teníamos 13 años. Una edad bonita, esa en la que crees que todo es posible, esa donde los sueños son tangibles. Cursábamos segundo de la ESO. Por aquel entonces primero y segundo se hacían en el colegio y tercero y cuarto en el instituto. Trece años, una edad mucho más prudencial para adentrarse en la selva, no como ahora que los asustadizos e inexpertos niños de 11 han de aprender a sobrevivir en un IES sin saber -de antemano- las leyes que imperan en ese entorno y luego pasa lo que pasa?

Como iba contando, teníamos 13 años y acabábamos de terminar segundo de la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Nos asignaron diferentes centros, ya que según la zona en la que vivías te determinaban uno u otro. Y ahí fue donde le perdí la pista porque a ella, antes de salir del colegio, ya le habían asignado un centro y un "destino" y entrecomillo "destino" porque la cosa trae tela. Algún inspirado profesor le comunicó a la madre de mi compañera -que se puede llamar Cati- que su hija debía hacer los cursos que le quedaban para obtener el Graduado Escolar en "diversificación". Les recuerdo que la diversificación curricular representaba, por aquella época, una de las medidas de atención a la diversidad previstas para dar respuestas a las necesidades educativas del alumnado que presentaba dificultades generalizadas de aprendizaje o riesgo de no alcanzar los objetivos y las competencias básicas de la etapa si continuaba cursándola con la organización del currículo y la metodología establecidas. Parece lo más sensato, ¿no? Y lo hubiese sido si Cati presentase necesidades educativas especiales o una situación de riesgo. Lo único que estaba claro es que Cati era una rebelde, que la adolescencia le atontó el sentido por unos años y que las hormonas se la jugaron bastante bien. Punto. No había más porque Cati, durante la etapa de primaria, fue una niña de dieces pero eso pareció importarle muy poco al profesor que le puso un código de barras en el brazo y la encasilló en la estantería de "fracasada". Así me lo contaba ella hace unos días entre risas. Cati cursó tercero y cuarto de diversificación y los sacó -en honor a la verdad- a trancas y barrancas. Lo que pasa es que Cati tenía y, tiene, una madre con mucho genio que no se conformaba con que su hija después de obtener el graduado accediera a un ciclo, pues ella confiaba en que la muchacha podía dar más, así que la obligó a hacer el Bachillerato. ¡Bendita madre, cuánta sabiduría! Y Cati hizo el bachillerato, en otro instituto, obvio. Y luego la PAU (Prueba de Acceso a la Universidad) y fue a la Facultad y terminó medicina. ¿Qué risa, no? La fracasada. La niña de "mejor que termine la secundaria en un plan de diversificación y haga un ciclo porque ella no llegará más lejos". Me alegré mucho de ver a Cati, pero aún más me alegré de ver cómo burló al "destino" que otros le impusieron.

Y es que esto sigue pasando: todavía hay profesores que creen tener una bola de cristal con la que predecir el futuro de sus alumnos y se sienten con el derecho de tomar decisiones por ellos. Si algo me han enseñado los nueve años que llevo dedicada a la docencia es que no podemos subestimar a los alumnos ni ponerles etiquetas porque ellos, y solo ellos, son los que decidirán hasta dónde son capaces de llegar. Podemos acertar con la predicción que hagamos con alguno pero nos equivocaremos la mayoría de las veces. Por eso, queridos profesores, compañeros, seamos cuidadosos con lo que proyectamos sobre nuestros alumnos y si vamos a proyectar algo que sea en positivo, no nos olvidemos del efecto Pigmalión, que funciona para bien y para mal.