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reflexión

El gnomo de Podemos

Esta historia es un cuento, pero quién sabe si llegará a ser otra cosa un día cualquiera. Es el cuento de un pequeño gnomo, de los que habitan los jardines de las mansiones en las afueras de la gran ciudad, y que decide poner al descubierto lo que ve y oye desde el rincón que le han asignado los moradores de la hacienda. Por empezar, porque lo único claro de esta historia es el comienzo, el gnomo recibió el nombre del padrecito Lenin, al que seguía el apellido de todos los Santos. Cosas de los nuevos ricos, se decía el recipiendario, y no volvía sobre la cuestión. El Lenin del Jardín, en su apartada esquina, saludaba al que llegaba y despedía al que se iba, y además con la misma sonrisa, por mucho que fuera el ánimo de algunos en querer ver gestos inusuales en la estatua que abría el camino hacia el portón de la vieja casona. Se sentía orgulloso de su lugar y su apariencia, aunque el apodo no le acabara de gustar. Por supuesto, nadie sabía de su decisión, ni tampoco se esforzaba en compartirla con los grandullones, como bautizaba a los adultos que circulaban a su alrededor. En cambio, con los niños, era otra cosa, puesto que estaban más que dispuestos para la magia y el juego de palabras, auténtica obsesión de nuestro Lenin de todos los Santos. Las visitas a la casa se sucedían sin descanso, unas para tratar de política, y otras, simplemente, por amistad con los residentes. Eran estos unos personajes muy conocidos de la actualidad, que en pocos telediarios dejaban de salir y, en la mayoría, ocupaban la portada. La responsabilidad de que Lenin estuviera en la entrada del chalet se debía a ellos, puesto que mostraron simpatía, desde su inicial traslado, a que un gnomo fuera el santo y seña de la nueva vivienda. De ahí, la adjudicación de un apellido que, raramente, le despertaba afecto por los dueños. Sin embargo, lo que sí le gustaba, con lo que exploraba el secreto deleite de la confidencia, era la atenta observación y escucha de cuanto ocurría en su proximidad. En una ocasión, acudió un individuo al chalet que le pareció reconocer como un semejante: un señor enfurruñado, muy necesitado de cariño y con unos extraños espéculos sobre los ojos. "Monedero, hombre, qué tal". Don Pablo saludó con efusión al invitado y pronto hablaron "de lo suyo", sin saber a ciencia cierta a qué se referían los dos. Vistos de espaldas, pensaba para sí, se asemejaban a una pareja de enamorados, con larga coleta, uno, y el otro, con el brazo por encima, brindándole todo tipo de carantoñas. "No te preocupes, ya está encauzado. Con lo de las ecografías, el foco mediático girará hacia quien tú sabes". Mi señor, un poco más aliviado, resoplaba y le devolvía una mirada de gratitud. "Las incoherencias y las contradicciones ya están fuera de la discusión", sentenciaba el de las monedas. Alguna noche había oído cómo desde la casa llegaba el eco de una grabación con la voz de los señores. Sus padres les habían obsequiado con este regalo porque querían guardar todo lo que habían declarado en público, hasta incluso lo escrito se lo entregaron en un grueso volumen en piel. Sin embargo, maldecían la fecha en la que les hicieron entrega de aquellos testimonios. El pequeño Lenin jamás supo el motivo de la maldición, pero, a menudo, era también testigo del desasosiego de los dueños con ella. Un día, pasados los años y nacidos los niños, el jardín se convirtió en algo más que un adorno y vino a ser, al fin, el espacio de juego y diversión que ansiaba el gnomo. Desde ese instante, los secretos y las confidencias fueron el objeto a compartir con los recién llegados. "Hola, chiquitines, ¿jugamos con las palabras?" Los hermanos, tras oír a la vieja estatua, acudían sin vacilar. "Claro, empiezas tú". "¿Cómo se llama al que no dice la verdad?" "Bah, esa es fácil. Mentiroso". "Bien por los dos". "¿Me hacéis un favor? Sólo lo podéis hacer vosotros, nadie más". Ni se pensaron la respuesta: "Está hecho". Enseguida les explicó la solicitud: "Tenéis que observar a vuestros padres cuando hojean el libro gordo de piel de la biblioteca y, luego, me decís por qué siempre ponen esa cara de tristeza al acabar su lectura". En estas quedaron, y los niños, con el ánimo de cumplir con la promesa, incitaron a Don Pablo y a Doña Irene a que abrieran el tomo de los testimonios y así escudriñar su reacción. "Está bien. Empezaremos por las fotos. Quién es este señor". "Eres tú, papá". "Y aquella chica tan guapa, ¿quién es?" "¡Mamá!", gritaron al unísono. Poco tiempo después, y a regañadientes, clavó la mirada en un titular, uno de tantos: "Nunca viviría en un chalet como el del ministro de Guindos" y asomó en su cara un gesto de contrariedad. Los niños se dieron cuenta y preguntaron al padre: "Por qué te pones triste, papi". Cerró el libro de inmediato. "Se terminó por hoy. No más lectura". Corrieron en busca del gnomo y le contaron lo que había pasado. Ahora, les tocaba a ellos pedir un favor a su viejo amigo: "¿Por qué está triste nuestro papá con el libro? ¿Tú lo sabes?" Y esta fue la respuesta: "Recordáis la pregunta que os hice, la de cómo se llama al que no dice la verdad. Mentiroso es su nombre y mentiroso también es el que no reconoce haber mentido. Ese libro que, a partir de ahora será el Libro de la Verdad, es el que señala y descubre a vuestro padre. Por eso, siempre está triste después de leerlo". "Y qué podemos hacer para que se ponga feliz". Se mesó las barbas y tras aclararse la voz, dijo: "No debéis tocar jamás ese libro delante de vuestros padres. Eso será lo mejor". "Eso mismo haremos, lo juramos, Lenin de todos de los Santos, guardián del Libro de la Verdad".

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