Sólo he visto jugar una vez a Brasil. Me explico. Sólo disfruté en una ocasión con aquello que hizo grande a Brasil: el juego bonito. Fue durante una tarde de lunes, un 16 de junio, en un cruce de los octavos de final del Mundial de México 86. Aquel día, en Jalisco, el mito de la verdeamarelha -leyenda que se levantó sobre el fútbol hecho arte de Pelé, Garrincha, Amarildo, Vavá, Jairzinho, Gerson, Rivelino o Tostao- aplastó a Polonia (4-0) para citarse en la siguiente ronda con la Francia exquisita de Platini, Giresse, Tigana y Rocheteau. Con Telê Santana como entrenador y con futbolistas como Junior, Branco, Alemao, Müller, Careca, Socrates o Zico, aquel equipo aún intentaba reinar en el mundo a través de una concepción romántica del juego: toques, regates, diversión, espectáculo, verticalidad, ataque total. Un carnaval. Ganar la Copa del Mundo como si la cancha fuera la arena de Ipanema.

Pero aquel Brasil del 86, probablemente sin saberlo y entregado a las musas, se presentó en México condenado, como un muerto viviente que deambulaba sin alma desde 1982. Cuatro años antes, en el Mundial de España, la verdeamarelha llegó al torneo con un equipo hecho para triunfar -pese a sus carencias en la portería (Waldir) y en la posición de delantero centro (Serginho)-. Tanto que, sin proclamarse campeón, aún se le recuerda como una vieja leyenda a la que se invoca como patrón del buen juego. Telê Santana reunió a futbolistas como Oscar, Luizinho, Toninho Cerezo, Junior, Sócrates, Zico, Éder o Falcao. No había, una semana antes del comienzo de la competición, otro favorito que Brasil, que cumplió con tal condición durante la primera fase de la Copa del Mundo -ante la URSS, Nueva Zelanda y Escocia- y que, por tropiezos ajenos, en la segunda ronda quedó encuadrado en el grupo de la muerte junto a Argentina e Italia.

En el clásico sudamericano, Brasil pasó por encima de la Argentina de un joven Maradona (1-3) con Menotti al mando. Y, con ese resultado en el bolsillo, a la verdeamarelha le bastaba -unos días después- " rel="No follow" target="_blank">con un empate ante Italia para alcanzar las semifinales. Lo que ocurrió en el estadio de Sarriá (Barcelona), sin embargo, fue más que un simple resultado: fue el final de una era. Italia, que se coló en la segunda fase tras firmar tres igualadas -frente a Polonia, Perú y Camerún- en la primera ronda, enredó a Brasil en una trampa: tres goles de Paolo Rossi y la incapacidad brasileña para especular -en el minuto 68, tras una diana de Falcao, en el marcador lucía un empate- dieron forma a la tragedia.

Después de aquello, no supe más de Brasil y de su supuesto juego bonito. Es cierto que, desde entonces, han ganado dos Mundiales (1994 y 2002; a lomos de los goles de Romario y de Ronaldo), pero sin rastro de fantasía. En la verdeamarelha, tras la debacle de 1982 en Barcelona, pesan más los mediocentros de tono industrial -Dunga, Mazinho, Mauro Silva, Edmilson, Kleberson, Gilberto o Casemiro- que los artistas. El domingo, ante Suiza y en su debut en la Copa del Mundo de Rusia, Brasil fue más rutina que samba. Nada nuevo. Lleva así 36 años. Desde aquella tarde de 1982 en Sarriá que, como si le hubiera caído una especie de maldición por aquel sacrilegio al fútbol, fue demolido en 1997.