Nos estamos comiendo una sociedad misógina con mermelada para que nos entre mejor, aunque algunas sigamos teniendo problemas para digerirla y otros hayan perdido el sentido del gusto y no noten ese sabor a rancio que ni la fruta dulce puede disfrazar. Estas últimas semanas he leído dos noticias que le quitan a una el apetito. Sé que este artículo desatará la furia de muchas personas -como siempre- pero no es algo que me preocupe, ya no. La primera noticia, bastante comentada en las redes sociales, tiene que ver con las declaraciones de la concejala del PP en Pinto (Madrid) en relación a la prostitución. Según Rosa María Ganso, la prostitución es necesaria para los feos y los discapacitados. Claro, señora Ganso -el apellido le viene como anillo al dedo-, fíjese usted qué tragedia, si no existieran mujeres explotadas sexualmente -que deben tener más de diez servicios al día para llevarse a casa algo de dinero- si no existieran mujeres víctimas de trata o sometidas a una madame o a un proxeneta, los feos y los discapacitados no tendrían sus desahogos sexuales y, joder, pobres feos y pobres discapacitados, ¿no? Pero de las prostitutas nos olvidamos, porque total, están ahí para eso, para abrirse de piernas y derramar placer. La segunda noticia que no me dejó indiferente tiene que ver también con la prostitución. ¡Qué casualidad! ¡Qué de moda están éstas mujeres! ¿Tendrá algo que ver con la hipersexualización de la sociedad? El reportaje, basado en un estudio del Instituto Canario de Igualdad (ICI), reflejaba que más de tres mil isleñas ejercen la prostitución y, tras entrevistar a hombres consumidores de este servicio, las respuestas eran que "las mujeres llegan a ese extremo por vicio y en busca de placer", y "nos molesta su la frialdad a la hora de las relaciones o la pérdida de expectativas con los cuerpos de las prostitutas". Pobres hombres, que compran un cuerpo -con alma y emociones- que mientras trabaja no hace una fiesta. Que no les demuestra lo mucho que disfruta teniendo que acostarse con uno y otro y otro. Con clientes borrachos, sucios, agresivos... Pobres hombres que no se encuentran con una mujer noventa-sesenta-noventa, sino con una mujer real, maltratada por la vida, con un cuerpo de verdad en el que quizá ha gestado más de un hijo al que le da de comer con lo poco que gana en la prostitución. Pobres hombres que llegan a un club o a cualquier calle -donde ellas esperan pacientes, resignadas y con la mirada vacía- oliendo a perfume y con una espalda bien esculpida, para encontrarse con un desecho humano que ni siente ni padece. ¡Qué duro es ser hombre! Ahora, dejando a un lado la ironía, que no todo el mundo parece entender, me gustaría invitar a la sociedad en general a acercarse a esas mujeres y a hablar con ellas. Preocúpense de saber por qué están ahí, qué las llevó realmente a ejercer la prostitución. Doy fe de que ellas les responderán encantadas, es más, doy fe de que les darán una gran lección de humildad y moral. No debemos olvidarnos de que detrás del maquillaje, de la lencería y de los tacones hay una persona como tú y como yo que alguna vez tuvo sueños e ilusiones y que sigue teniendo sentimientos. La diferencia entre ellas y tú, que estás leyendo esta columna, es que en la partida de la vida le tocaron malas cartas y perdió. No se olviden de ello cuando las miren como a putas y no como a seres humanos.