El ataque corsario sufrido por Las Palmas por la armada neerlandesa en el verano de 1599, hace ahora 419 años, sigue deparando nuevos y relevantes datos para entender aquellos días de angustia, dolor y sangre. Los relatos aportados por tres cartas halladas en el archivo de Simancas, que fueron remitidas al rey Felipe III por el presidente y oidores de la Real Audiencia, tanto en el momento de la evacuación de la población a la Vega de Santa Brígida como a su regreso a la ciudad, permiten realizar precisiones sobre ciertas aseveraciones realizadas sin esta información de primera mano. Para comprender los sucesos acaecidos en la histórica batalla es necesario retroceder en el tiempo hasta en la tarde del lunes 28 de junio de 1599, cuando la poderosa armada holandesa capitaneada por Pieter van der Does hacía su entrada en Las Palmas. Todavía en ese momento no se había evacuado al campo todos los enseres, ropas y mercaderías para restar todo posible botín al enemigo. Iniciado el combate, la falta de armas, pólvora y balas fue haciendo mella entre los defensores y la desigual fuerza entre ambos contendientes obligó a la huida hacia la Vega de Santa Brígida. Algo de lo que el gran historiador canario Antonio Rumeu de Armas, dejaría testimonio con su característico estilo: "El éxodo de las autoridades de la isla se verificó con la misma tranquilidad con que Van der Does hacía su entrada en Las Palmas. El regente y oidores, llevando cargado en camellos el archivo de la Audiencia y alguna ropa, pudieron ganar fácilmente el camino de San Roque con dirección a Santa Brígida, tropezando en su viaje con el capitán Pedro de Serpa, a quien ayudaron a conducir la artillería pues se hallaba estacionado en la carretera, arrastrando con sus hombres, a brazo, en carretones, las pesadas piezas de artillería salvadas".

Los camellos, con su acompasado desplazamiento, fueron desalojados en parte de su carga para dar cabida a los cañones, y juntos prosiguieron su ruta para el lugar indicado. Para entonces, las autoridades de la Real Audiencia de Canarias y un grupo de monjas bernardas encontraron cobijo en las casas de El Galeón, en el término de La Vega, propiedad del regidor Guillén de Ayala, una de las figuras más destacadas de la ciudad en aquel tiempo. Inmediatamente a su llegada, el regente Antonio Arias comenzó a dar inmediatamente órdenes para que fuesen detenidos en los caminos todos los hombres útiles que desperdigados huían. Horas más tarde, reunidas las autoridades en consejo, acordaron las más urgentes medidas para preparar la defensa de la isla, dictándose los oportunos bandos para que todas las milicias se concentrasen en esta villa. De este modo, durante una semana, Santa Brígida se convertiría durante trece días en el cuartel general de la Isla, y aquella casa a la sombra del bosque de Tasautejo en el lugar donde se trazaría el plan de combate. Desde allí, un día después de la pérdida de la ciudad, los regentes y oidores firmarían una carta que tenía como destinatario el rey Felipe III.

En la misiva, el regente Antonio Arias y los licenciados Hernando de la Mota, Gaspar de Bedoya y Diego de Vallecillos, dan cuenta que el enemigo se había apoderado de la ciudad, pero que nada hacía cambiar la inflexible voluntad del pueblo canario de defender su tierra, con ciego entusiasmo, "hasta perder las vidas". Y el resultado es bien conocido: apenas ocho días después, los isleños y sus milicias derrotaron a los invasores en la célebre batalla ocurrida en el Monte Lentiscal que tuvo lugar el sábado 3 de julio de 1599. Es un documento de indiscutible valor y testimonio histórico para esta Villa, pues es el único texto escrito y firmado que testimonia la estancia de las autoridades en Santa Brígida en aquellos graves momentos en que la armada holandesa invadía la isla de Gran Canaria. Esta carta ha permanecido en el olvido durante muchos años, hasta que a mediados del siglo pasado fue localizada en el archivo de Simancas, en Valladolid, por el insigne historiador Antonio Rumeu de Armas, que publicaría una escueta reseña de la misiva en su libro Piraterías y Ataques Navales contras las Islas Canarias (1950). Hace tres años obtuvimos copias de otras cartas originales en el citado archivo, en el fondo Guerra y Mar, que aportan nuevos datos.

Otras dos cartas

Los nuevos datos permiten mantener viva una investigación sobre una gesta comunal realizada por el conjunto de los estamentos presentes en Gran Canaria en esos momentos, incluidos los miembros del Cabildo Catedral o los oidores de la Real Audiencia de Canarias. Y sin duda abriga nuevas esperanzas para lograr la colaboración de las autoridades de Gran Canaria y el Ejército con el fin de hacer las oportunas prospecciones en la zona de Tafira Alta donde puede estar el camposanto provisional en el que fueron inhumados los soldados neerlandeses caídos en la batalla del Batán, en pleno bosque del Lentiscal.

Como una sucesión de fotografías, las tres misivas muestran, en general, la diligencia y serenidad de la población ante las jornadas que se avecinaban, pese a la evidente desventaja en hombres y capacidad de fuego. El relato es vivo, sucinto y preciso en su explicación, destacando la estrecha colaboración entre la milicia insular y la Real Audiencia -pese a ser ellos los narradores de las cartas- no fue puesta en tela de juicio por ninguna de las crónicas registradas de esos días. La temporalidad de la lucha en la bahía de Santa Catalina -apenas dos horas-, el número de cañones enemigos o el hecho de mantener al enemigo durante tres días fuera de la muralla norte son datos capaces de hacernos entender la voluntad de la milicia canaria de defender la ciudad e impedir un saqueo impune de la urbe. La retirada estratégica dispuesta por el teniente gobernador no fue una desbandada, al trasladarse los pocos cañones a La Vega y dejarse ojeadores para comprobar los movimientos de los enemigos. Parte de estos centinelas cumplieron labores de hostigamiento y guerrilla, pues, según el relato, "le mataron quantas postas puso y más de cient hombres sobre la mesma ciudad y sus trincheras". El texto de la Real Audiencia abunda en datos sobre la batalla del Lentiscal, aseverando que la tropa huida de ese escenario se dirigió hacia El Dragonal, no siendo ésta una columna diferente o soldados destinados al pillaje; al contrario, según los oidores, eran los neerlandeses huidos a los cuales se les dio el golpe de gracia, pues murieron soldados, un alférez abanderado y un capitán.

La apresurada huida de la tropa neerlandesa provocó su desazón y un rápido embarque, lo que impidió la masiva destrucción de la ciudad, pese a estar muchas puertas de casas embreadas para su incendio. A algunas de las anteriores matizaciones los oidores añadieron una serie de elementos novedosos dentro del relato habitual de los hechos. Una de ellos fue la escasa relevancia dada a las pérdidas materiales registradas en la ciudad en contraste con el balance enviado por el obispo al Rey o las cartas de súplica remitidas por las órdenes religiosas. Las piezas de artillería tomadas por el enemigo se elevaron a solo 17, importantes para la defensa de la urbe, pero fácilmente reemplazables, tal como se hizo con el alquiler de unas piezas pertenecientes al señor de Lanzarote.

Respecto a la fortaleza de la Isleta, la más perjudicada, los regentes advierten que "con fasilidad se podrá reparar" al quedar sus muros incólumes y sólo afectada la parte del cuarto del alcaide. No existen datos de la toma de armas al enemigo, pero las tropas adentradas en el Lentiscal debieron dejar, como mínimo, la mayoría de sus mosquetes, armas largas y los dos cañones de campos desplazados hacia el interior. En el resto de la ciudad el relato de la Audiencia -posiblemente al ser tan inmediato- se aleja mucho de los elaborados con posterioridad sobre el azote sobre la urbe a cargo de la horda holandesa. Si bien se hace referencia a la pérdida del convento dominico o el de San Bernardo, del resto apenas se dice nada, considerando de "poco valor" parte de las 34 casas incendiadas. En todo caso, la tercera carta concluía con la necesidad del auxilio a la ciudad del monarca pues la isla quedaba "ssin artillería ni defenssa humana subjeta al que quissiere entrar en la çidad y llevar los que estamos en ella. Por lo qual, ninguno quiere venir a vibir a ella y se están en sus haziendas, la tierra adentro". La posibilidad de pérdida de población, desamparo de la ciudad y, por supuesto, la caída de su papel económico dentro del organigrama regional, debieron ser aspectos de vital importancia para una monarquía acosada en diversos frentes, pero con un claro interés en mantener una región tan estratégica como Las Palmas.

El saqueo de la ciudad fue incompleto, pues en las misivas se mencionan que los holandeses dejaron "las messas y comidas puestas en las cassas", junto a 150 pipas de agua, fardos de ropa y comida. Se hace en ellas, además, una crítica a la aptitud de los defensores de la fortaleza de la Luz, todos llevados como prisioneros por los holandeses, subrayando los oidores "lo mal que lo hizieron en rendirse y entregar la fuersa a el henemigo". Esta información es de notable importancia para entender la presencia, entre otros, de los prisioneros canarios llegados ese verano al puerto de Middelburg, del cual retornaron en 1604. La crítica a este acto y, posiblemente, otras efectuadas a puntuales acciones de instituciones o vecinos no está reflejada en la tercera carta que termina de forma abrupta, siendo la única que no está firmada por los regidores de la Audiencia.

Los escritos ofrecen datos novedosos sobre los innumerables daños causados a las naves enemigas por los cañones de las fortalezas que, incansables, lanzaban desde los arenales sus bolas de muerte sobre los altivos barcos holandeses. El fuego hispano provocó el hundimiento de un navío de grandes dimensiones, la capitana, así como la pérdida de siete lanchas de asalto holandesas. Además, mantuvo a raya a las tropas de asalto. Así, con la sangre tiñendo la madera de los galeones, la flota holandesa tocó a retirada, dando la batalla por perdida y viéndose obligados a navegar por sus vidas. Los holandeses no salieron bien parados. Sobre este aspecto, las misivas relatan la pérdida de más de ochocientos hombres, así como numerosos heridos, de los que varios fallecerían en los barcos fondeados en la bahía. El panorama debía de ser dantesco para los holandeses, con la rada convertida en improvisado camposanto de varias decenas de soldados enemigos que luego serían arrojados por la corriente marina a las playas. Muchos de ellos fueron enterrados en los arenales, boca abajo y sin ningún tipo de bendición, como heréticos. La indiscutible vencedora de esta contienda fue nuestra milicia canaria.

Los textos nos dan cuenta también sobre las acciones realizadas tras la reconquista de la capital y la huida de la tropa enemiga, como la puesta de centinelas por si había nuevos desembarcos; el taponamiento de las brechas efectuadas en la muralla norte; la alerta dada a los vecinos desperdigados por el campo para que regresaran y ayudaran a levantar de nuevo la ciudad o la ruptura del diálogo con los holandeses para el intercambio de prisioneros para salvarlos de su aciago destino.

Avisos a otras islas

Finalmente, se relatan los avisos dados a otras islas, caso de Tenerife, a la que la Real Audiencia creía salvada del ataque gracias a su abrupta geografía y la prevención de las nutridas milicias tinerfeñas. Sin embargo, los avisos parecen que no llegaron a tiempo a la Gomera, asaltada en los días en que se produjo el último escrito remitido a la Corte. Las contradicciones existentes en las tres cartas se ciñen a ciertos cambios en los relatos, caso de los tres días de fondeo de la armada frente a la ciudad, convertidos en cuatro en la siguiente misiva. A ello se unen las precisiones o alteraciones en el número de fallecidos o en los productos tomados por los holandeses. No obstante, se trata de unas piezas importantes del patrimonio documental de esta villa y de la isla, cuya documentación histórica registrada en los archivos regionales, nacionales e internacionales es muy variada, exhaustiva y rica en datos, aunque la mayoría aún por recogerse en futuros trabajos de investigación. Sin duda, una huella indeleble de la defensa de la isla y el papel protagonista que tuvo Santa Brígida en aquellos días de aciago en los que, a pesar de que el enemigo se había apoderado de la ciudad, aquí reinaba la férrea decisión de defenderse: "Quedamos con el sentimiento de guerra que es razón, y animados a defender el resto hasta perder las vidas. Dios guarde a V. Majestad. De Canarias y lugar de Santa Virgeda de junio 29 de 1599".