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Hemicirco

Las habilidades comunicativas de nuestros políticos son elocuentes. Limitadas mayoritariamente al exabrupto y a la descalificación del adversario, parecen encaminadas tan solo a procurar un titular impactante, unos segundos de gloria en los espacios televisivos o un extracto viral en las redes sociales. Este desaliño intelectual impúdicamente exhibido en los debates parlamentarios es el triste síntoma de la decadencia de una de las más altas instituciones del Estado.

¡Qué lejos ha quedado la necesidad de convencer al antagonista por medio de la palabra! ¡Qué lejos la obligación de construir un discurso convincente para el auditorio! ¡Qué lejano el ars bene dicendi de Cicerón, el arte de hablar elocuentemente como base de la persuasión, de la comunicación!

Han llegado hasta nosotros antiquísimos manuales de Retórica que se empleaban para preparar los discursos ante las asambleas políticas o ante los tribunales, aprovechando todos los argumentos para atraer la voluntad de los votantes. Estas reglas, encaminadas a la preparación de las alocuciones, fueron un instrumento eficiente de persuasión y constituyeron la esencia de la antigua democracia al servicio de las ideas. El propio Homero alababa la excelencia de los buenos oradores.

Así, en la antigüedad clásica, el arte de la persuasión y de la elocuencia era considerado uno de los más altos saberes, la segunda de las siete artes liberales, después de la Gramática.

Actualmente, nada de esto sirve. Además de faltos de ideas y de proyectos al servicio de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, o tal vez por ello, los parlamentos están hueros de oratoria y de debate, pero plenos de intervenciones ofensivas y ocurrencias majaderas. La sede propicia para argumentar, razonar, dialogar y debatir ha sido instrumentalizada y convertida en hemicirco donde el insulto es el argumento y el desprecio por el adversario político la tónica general. Sus señorías no son precisamente la personificación de la elocuencia, sino expertos en vituperios, peroratas e intervenciones extravagantes con las que nos abruman a diario desde todos los medios posibles.

Sería recomendable que nuestros representantes se sobrepusieran a la tentación de la demagogia comunicativa y comenzaran a construir discursos bien fundamentados, elocuciones armoniosas para su deleite y el nuestro; sería deseable que asumieran la responsabilidad y el respeto inherente al cargo, procurando no disuadir, sino persuadir de sus bondades a las generaciones venideras.

Así las cosas, conviene resaltar el respaldo unánime del Congreso para que la Filosofía vuelva a ser materia obligatoria en Bachillerato. Esta inusitada devoción filosófica es una espléndida ironía, al provenir de quienes tantas veces prescinden en su labor cotidiana de un comportamiento racional.

Tal vez, su justificación se encuentre en el seguimiento unánime que hacen nuestros representantes de los postulados aristotélicos, condensados por Hobbes en la conocida máxima "primero vivir, después filosofar" ( primum vivere deinde philosophari), lo que significa el interés prioritario por asegurarse el sustento y, solo después, atender a la sabiduría, al estudio, al "ocio especulativo", como decía Cicerón.

A tenor de este principio común, va a resultar que los saberes del espíritu no estaban tan postergados del hemicirco como habíamos aventurado de manera errónea. La clase política está decididamente consagrada a atender a sus propios intereses, encaminada a mantenerse a toda costa en el escaño, siguiendo a rajatabla ciertos axiomas que revelan a nuestros políticos como auténticos protofilósofos.

Ahora estamos persuadidos de su férrea formación filosófica, aunque la mantuvieran oculta, ahora comprendemos el empeño en la formación de filósofos, tal vez, con la finalidad de conseguir, de acuerdo con la doctrina platónica, la instauración de un rey filósofo. Es sabido que Platón propugnaba el gobierno de los sabios porque, a su entender, a menos que estos reinen en los Estados, a menos que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, no habrá fin para los males del Estado ni de la humanidad.

Quién sabe si estaremos sentando las bases para semejante cambio de régimen pero, mientras se cumplen o no los designios platónicos, apelaremos a nuestro derecho a ser bien tratados según las reglas del ars bene dicendi. Deberemos tomarlo con filosofía.

Aránzazu Calzada. Catedrática de Derecho Romano

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