Qué cosa más sabrosona ese fallo autoenmendador del Tribunal Supremo para unificar doctrina sobre el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. Un regalo maravilloso a la izquierda nacionalpopulista y a los independentistas catalanes a los que el Gobierno de Pedro Sánchez les debe la vida. Bancos caníbales, hipotecas esclavizantes, togas de divina petulancia: elementos perfectos para un relato de ruido y furia sobre el conchabamiento de las élites contra nosotros, el pueblo. A los diez minutos el secretario de Organización de Podemos venía a decir en un tuit que 15 magistrados del Tribunal Supremo eran unos corruptos carentes de escrúpulos y vergüenza. El mismo Pablo Iglesias convocó para el próximo sábado una manifa frente al Tribunal Supremo para expresar el más rotundo rechazo hacia "el mayor insulto a la democracia que se ha vivido en este país". Sin una sola prueba concreta, sin la más modesta sombra indiciaria, en menos de 24 horas la dirección de Podemos -con el añadido entusiasta de Alberto Garzón e IU- había dictado su sentencia: el Supremo está agusanado y ha quedado reducido a una casa de citas donde intercambian fluidos y vicios señores con chistera y señores con puñetas. Basta con una sana, vibrante ética de la sospecha para volar las instituciones del Estado.

A mediodía apareció súbitamente Pedro Sánchez como un personaje de Marvel encorbatado para advertir que el Gobierno, mediante un real decreto ley, modificará en el próximo Consejo de Ministros la normativa de 1993 que regula el tributo de los AJD. "Nunca más los ciudadanos españoles pagarán este impuesto", proclamó el presidente con un tono lincolniano, como si estuviera liberando de sus grilletes a millones de negros presentes o futuros para que sean felices, coman perdices y contraten a buenos interioristas con el dinero sobrante. Como el impuesto lo pagarán los bancos a partir de pasado mañana, será debidamente repercutido en los contratos hipotecarios, una obviedad que el presidente espera que no ocurra, con la misma seguridad del que aguarda, lleno de optimismo, no morirse nunca.

Iglesias y los suyos gruñeron. Vale, pero hay que buscar fórmulas para que -según lectura de una de las sentencias dictadas anteriormente por el Supremo- se devuelva a los hipotecados lo que se les cobró en los últimos cuatro años, o quizás desde 1993 mismo. Por supuesto, ese dinero lo recaudan las administraciones autonómicas, que tendrían que devolver varios miles de millones de euros. Quizás deberían cerrar hospitales o tapiar colegios o eliminar servicios sociales y asistenciales, pero comprenderán ustedes -y si no lo comprenden es que forman parte de la conspiración contra nosotros, el pueblo- que la justicia democrática es lo primero. Si finalmente los bancos se vieran abocados a poner esa pasta retroactivamente -una exigencia jurídicamente muy dudosa- lucharían en cada juzgado en litigios que se prolongarían durante lustros.

La normativa de 1993 es una ley técnicamente defectuosa. Está llena de agujeros, ambigüedades e inexactitudes, que han propiciado una casuística contractual realmente notable. La voracidad fiscal de las administraciones autonómicas ha contribuido a que un artefacto legal tan penoso no se haya tocado durante un cuarto de siglo. El Tribunal Supremo -que ciertamente se ha lucido técnica, operativa y comunicacionalmente- no tiene responsabilidad en ninguno de estos extremos. Pero da lo mismo. Su sentencia es infamante, y si no lo creen así, consúltenla ustedes. Ahora no, por supuesto. Porque no se hará pública hasta dentro de un par de semanas y nadie ha podido leerla y analizarla. No ha sido necesario.