Las historias de submarinos en el cine y en la literatura suelen acabar mal. Ahora se estrena una película sobre la catástrofe del submarino K-141 Kursk, que se hundió en el mar de Barents con 118 tripulantes a bordo en agosto del año 2000. Pero no siempre es así, por supuesto. No siempre el submarino está destinado a ser una tumba en el fondo del mar. Lo cuenta don José Padrón Machín en su libro Noticias de la Historia de la isla de El Hierro. Allá por 1917 apareció flotando, frente a La Estaca, lo que parecía una extraña y oscura plancha metálica. Algunos pescadores se alarmaron y la especie llegó pocas horas después a Valverde. El alcalde de Valverde resolvió bajar a la costa, buscó una cabalgadura y emprendió el camino. El mar estaba tranquilo bajo un cielo de un azul impecable y no se veía nada raro, pero cuando la autoridad dialogaba con un par de pescadores, se escuchó un silbido intenso y la plancha apareció de nuevo en la superficie. Los pescadores palidecieron. El alcalde, sin embargo, los convenció para que lo acercaran al objeto. Embarcaron en una falúa, recorrieron una veintena de metros, se pusieron a estribor. Silencio. De repente se abrió un portalón en la superficie de la plancha y del interior salieron dos hombres. Indicaron al alcalde que lo siguieran y desapareció en el interior. La plancha se hundió en el mar. Los pescadores se persignaron. Una gaviota revoloteó alrededor de la falúa. Y nada más. Padrón Machín asegura -según creo recordar- que el alcalde estuvo toda una semana ausente. Justo siete días después emergió de nuevo el objeto metálico, se abrió el portalón, apareció el regidor con ojos parpadeantes y fue transportado en una canoa hasta la costa. No existe ni una migaja más de información. Se ignora el nombre y la nacionalidad del submarino. Se ignora por qué un aparato submarino, en plena I Guerra Mundial, decidió secuestrar al alcalde de la minúscula villa de Valverde y cómo transcurrió su cautiverio bajo las olas. No está registrado ningún relato del alcalde y, al parecer, la sobria noticia solo quedó apuntada en un breve informe municipal. Algún amigo herreño me mostró su profundo escepticismo sobre la verosimilitud de los hechos. Su hipótesis era sencilla: el alcalde se los inventó para justificar siete días de ausencia, muy probablemente dedicados a asuntos poco comentables. Nunca he podido creerle. Más inverosímil que la historia misma me parece un alcalde que se inventa su propio secuestro por un submarino de guerra. Resulta más que dudoso, incluso, que abundara en El Hierro, a principios del siglo XX, mucha gente que supiera lo que era un submarino. La belleza de la noticia de Padrón Machín reside, precisamente, en su estricto laconismo. Un relato más circunstanciado lo reduciría casi a una gacetilla, pero la simplicidad del mismo lo transforma en algo parecido a una metáfora que, como ciertas navajas, puede tener múltiples usos. Como cualquier historia carente de sentido puede asignársele cualquier sentido. Padrón Machín, por supuesto, no lo eleva a una categoría espiritual que expresa la naturaleza de la escritura o de la fábula, como hizo Juan José Millás en una brillante columna sobre el Kursk. El herreño era periodista y le bastaba contar los hechos, reales o imaginarios. Los hechos no están para explicar al escritor y sus angustias al deletrear sus cuentos. Los hechos emergen, te secuestran, te alimentan mal que bien entre ruidos incomprensibles y, al cabo de un tiempo, te devuelven a la playa, asombrado, estupefacto, con ojos parpadeantes.