No creo que estemos condenados a presenciar la (s) campaña(s) electoral (es) más sucia (s) de la historia política española aunque, francamente, Romero Roblero no serviría hoy ni para traerle café a un secretario de organización local. Lo que vamos a experimentar, sin embargo, es la campaña más cínica, y no sé qué es peor, si una limpia y desatada escatología o un chiquero que se quiere hacer pasar por un palacio de virtudes e indignaciones. La sentimentalización de la política ha conducido a la mentira como atmósfera moral. Uno no puede identificarse por una opción -porque no se busca un apoyo racional, sino una adhesión en carne viva- sobre un debate ponderado basado en cifras concretas y evidencias empíricas. En cierto sentido lo que no sea una falsedad se ha vuelto inmediatamente sospechoso. Cualquier dosis de realidad resulta inadmisible por parte de todos los dirigentes y los partidos. Les produce urticaria y se rascan las mentiras hasta hacerlas sangre. Todas las organizaciones políticas (viejas y nuevas) se ríen de las demás y todas, ciertamente, tienen razón en hacerlo.

Pucherazos en Ciudadanos, dedazos de Pedro Sánchez desde su pretoriano comité federal, Perón despidiéndose en Podemos para entronizar a Evita mientras los antiguos aliados huyen de la inminente catástrofe, el PP ultraderechizándose cara al sol que más calienta y la ultraderecha captando a generales y oficiales retirados que son muy francos, francos, francos. Cuando a Albert Rivera le preguntan sobre las convicciones constitucionalistas de Vox responde al periodista que les pregunte a los de Vox, pero a los socialistas no, porque los socialistas desprecian la Constitución, que él lo sabe de buena tinta. Y disculpen por citar a Rivera: cualquier otro líder español se pasa las mañanas y las tardes profiriendo falsedades mientras las noches las dedica a repasar los tuits del día siguiente. El presidente del Gobierno, más sobrado, publica su propia hagiografía escrita por una periodista compañera del alma: 700 páginas de tuits masturbatorios. La implosiva situación de la Unión Europea no merece ni cinco minutos, pero se dedican muchos más al análisis de ganadores y perdedores en las listas. Juan Fernando López Aguilar escapa, Pepe Blanco es expulsado a las tinieblas exteriores por ese joven larguirucho que le traía el cortado sin ser Romero Robledo, pero con ganas de ser alguien muy importante. Pero qué interesante.

Con un país con una crisis institucional y territorial abierta en canal y unos ciudadanos que viven peor que hace una década, endeudado hasta las orejas -la deuda pública casi roza el 100% del PIN anual y la privada vuelve a crecer hasta el 138%- y que está integrado en una unión política y económico-fiscal en riesgo de implosión el verdadero debate político -que tenía como objeto la fiscalización de la gestión pública y la articulación de consensos- se ha evaporado y solo queda el ruido y la furia de retóricas frentistas, pueriles, miserables para tomarle el pelo a los votantes. Me alegro de no hablar de Canarias. En este manicomio está en el sótano donde se encierra a los paranoicos obsesivos y violentos. Capaces de romper las camisas de fuerza y reunirse en mogollón hasta creerse que son 400.000 personas bailando y meando a Juan Luis Guerra.