El hito interrumpido del Tren Vertebrado, espejismo de la Avenida Marítima en los años lúgubres, podría tener su segunda parte con el cuestionamiento del proyecto ferroviario de Tenerife y Gran Canaria por parte del Parlamento, que ve apocalípticos los 3.800 millones de presupuesto para las ideas ya en curso, incluso con facturaciones realizadas por ingenieros y arquitectos. El orbe de la movilidad cambia por momentos y cualquier error de utilidad en una infraestructura como una red ferroviaria puede ser letal, sobre todo cuando el territorio es reducido y cuando hay un impacto ambiental significativo. Una cesta con todo los medios de transporte a disposición de la ciudadanía podría ser lo más ventajoso, frente a una propuesta preponderante e inflexible. Ante una apuesta tan arriesgada, lo mejor sería una reflexión sobre cómo unir con trenes de cercanías determinadas localidades costeras del sur de la Isla, crear aparcamientos disuasorios a los ciudadanos que llegan con coches eléctricos -interesante en pensar en subvenciones autonómicas- y potenciar un transporte de guaguas limpio conectado con el modelo ferroviario blando. La misma reflexión es trasladable a la red de autovías que promueve Canarias, tan inflexibles y costosas en lo económico y ecológico como el trazado ferroviario insular. Tras décadas de desarrollismo, el territorio insular, en cuanto a movilidad, sólo es apto para una partida de ajedrez con movimientos de fichas muy finos, con el objetivo puesto en hacer el menor daño posible y en posibilitar la reversión eficaz por otro desde el momento en que ha perdido su utilidad. Dudo que una inversión de casi 4.000 millones de euros para unos trenes (¿rápidos o lentos?) pueda tener estas características. El riesgo de fallar es muy elevado.