La idea de que la corrupción no tiene castigo en España forma parte de un discurso que sólo trata de expandir el pesimismo y el nihilismo más artero contra las instituciones judiciales, administrativas y judiciales españolas. Los comportamientos dirigidos al enriquecimiento personal han buscado tercamente la cristalización de que esto era jauja por el imperativo de la mordida del funcionario y la comisión al político para el desmantelamiento progresivo de los sistemas de control. El reciente fallo del Alto Tribunal sobre el caso Teresitas, arquetipo magistral de la connivencia tóxica entre el poder político y económico, establece con claridad que la impunidad no existe, y que la ejemplaridad debe manifestarse con el objetivo de que los ciudadanos tengan constancia de la envergadura del correctivo penal.

La decisión del Tribunal Supremo, que confirma punto por punto la sentencia de la Audiencia Provincial de Tenerife sobre el caso Teresitas, es clara y terminante: el Supremo mantiene la sentencia recurrida y condena a Miguel Zerolo y al resto de los acusados, a distintas penas de prisión: siete años Zerolo y su concejal Manuel Parejo, cuatro años y seis meses para los funcionarios Víctor Reyes y José Tomás Martín González y cinco años y tres meses para Antonio Plasencia e Ignacio González, los empresarios que urdieron una operación urbanística que ha pasado al imaginario de los canarios como un pelotazo de libro, también para el resto de los españoles dado la fórmula utilizada por los condenados para llevar a cabo una operación delictiva en la que intervienen todos los ingredientes habidos y por haber en pos del aprovechamiento personal desde una posición política.

El escándalo arranca con la denuncia presentada por un colectivo ecologista (pantalla utilizada por el abogado Santiago Pérez, entonces en el PSOE) contra la decisión de todos los concejales de Santa Cruz de Tenerife (incluyendo los del PSOE) de pagar a la empresa Inversiones Las Teresitas algo más de 52 millones de euros por la adquisición de 11 parcelas del frente de playa. Esa cantidad -a juicio de la arquitecta municipal Pía Oramas- superaba en 30 millones el valor real del suelo adquirido. El Ayuntamiento en pleno justificó la compra en la necesidad de evitar que los empresarios destinaran los terrenos del frente de playa a construir apartamentos y hoteles, dado que se quería realizar una intervención urbanística completa, que incluía la regeneración de la playa, nunca materializada, y la construcción del edificio de aparcamientos conocido como mamotreto, ya derribado.

Al final, el caso dio tantísimas vueltas, que logró confundir a una opinión pública muy dividida entre los defensores de la inocencia del alcalde Zerolo, y los convencidos de su culpabilidad, reacios a aceptar las dilaciones interminables en el procedimiento, fruto la mayor parte de ellas de la estrategia defensiva de Zerolo y de sus cambios de aforamiento. Además, el caso se desdobló en multitud de procedimientos paralelos, como el del mamotreto, o el que tiene que ver con el hecho de que el Ayuntamiento supiera que los terrenos que compraba eran ya de su propiedad cuando pagó por ellos, o el caso Hubara sobre financiación política. De hecho, todavía quedan por resolver los pleitos civiles y la reclamación de las cantidades pagadas por el Ayuntamiento, y caben aún hipotéticos y costosos recursos de la sentencia del Supremo ante el Constitucional, que muy probablemente ni siquiera servirían para ganar tiempo a los condenados, antes de entrar en prisión.

Siguen además en el aire muchas preguntas sin responder... La primera, por qué Plasencia y González compraron los terrenos que luego colocarían al Ayuntamiento solo tres días antes de que una sentencia -también del Tribunal Supremo- estableciera derechos edificatorios por más de 180.000 metros cuadrados en el frente de playa. El origen del pelotazo está en esa decisión, producida tras una filtración no desvelada que adelantó a los empresarios la decisión del Supremo. Otra pregunta sin contestar: se ha establecido que parte de los terrenos recalificados por el Supremo eran en realidad públicos, y que el Ayuntamiento acabó pagando por parcelas que ya eran de su propiedad. ¿No se sabía eso cuando el Supremo falló a favor de los propietarios? ¿Cómo permanecían inscritas esas parcelas a título de propietarios privados? Y una cuestión importante más, en la que la sentencia no ha entrado: 180.000 metros cuadrados de frente de playa tienen un valor comercial no inferior a 350 millones de euros. ¿Por qué vendieron los empresarios tan rápidamente y muy por debajo de ese valor? ¿Sabían quizá que parte de ese suelo era público? También queda en el aire la sospecha de porqué el Ayuntamiento en pleno, con todos sus grupos, apoyó la compra, dado que el juicio no entró nunca a probar la existencia de sobornos o cohecho, dejó a un lado el probable lucro personal de los políticos y funcionarios implicados. Y tampoco sabremos nunca cuál fue el papel desempeñado por CajaCanarias, que dio el crédito multimillonario a la empresa Inversiones Teresitas SL, creada a uña de caballo por Plasencia y González ?consejero de la Caja-, y puesta a nombre de un empleado con una nómina de 700 euros. La operación fue contestada por el Banco de España, pero ninguno de los directivos responsables de la Caja en ese momento llegó a ser juzgado, a pesar de que uno de ellos admitió en sede judicial haber recibido grandes cantidades de dinero de Plasencia en los días en que se firmó la operación.

Pero todo eso carece ya de relevancia, porque el Supremo ha respaldado la existencia de malversación y prevaricación en un procedimiento de compra infestado de irregularidades, entre ellas desdeñar la advertencia de que las fincas que se compraban no valían ni de lejos lo que el informe de la tasadora privada, Tinsa, había certificado para CajaCanarias.

La verdad judicial es un constructo, un consenso entre lo que realmente ocurrió y lo que puede probarse. La verdad responde a matices que el trazo grueso de la aplicación de las leyes a veces no distingue. Pero la sentencia que pone punto y final al caso de Las Teresitas cierra con toda legitimidad el proceso más importante de la historia democrática de Canarias, comparable en su alcance mediático y repercusión social al juicio del caso Santaella, celebrado en plena Transición. Una auténtica catarsis para Canarias, al afectar no sólo al que fuera alcalde de la capital, sino también a dos de sus empresarios más poderosos e influyentes, vinculados durante años a instituciones como la Cámara de Comercio, CEOE-Tenerife o la desaparecida CajaCanarias, además de a concejales de todos los partidos y a funcionarios muy conocidos, para los que se solicitaron durísimas penas de inhabilitación y de prisión, en un ambiente de expectación y fin de ciclo político.

Más allá de las penas impuestas a los seis autores probados de la malversación y prevaricación, la sociedad tiene el derecho y el deber de resarcirse de los daños causados a su patrimonio. Y eso sólo se podrá conseguir con la efectiva devolución del dinero perdido ?más de cien millones de euros- hoy pendiente de que se diriman los embrollos de la causa civil, y de que los empresarios no hayan gastado el dinero que recibieron, o que ?como han denunciado fuerzas políticas municipales, se hayan producido operaciones de levantamiento de bienes.

Es obvio que la segunda parte del caso Teresitas, la que se refiere al rescate del dinero, aún está por escribir. Pero lo que sí resulta evidente es que pasados trece años desde el inicio del procedimiento judicial, el escándalo ha modificado las formas de hacer política en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, y las relaciones de poder en la isla. Zerolo, que fuera alcalde durante 16 años, y era considerado el político con más futuro para asumir el liderazgo tinerfeño, está hoy completamente alejado del partido para el que ganó tres mayorías municipales. Las ganó ?gracias al voto de miles de santacruceros- incluso con el caso Teresitas ya judicializado, la compraventa del frente de playa suspendida por el Supremo, o después de haber sido implicado en el caso Fórum Filatélico. Pero las cosas estaban cambiando: su partido le sustituyó por el actual alcalde, José Bermúdez, e inició una depuración de concejales y funcionarios de su cuerda implicados en la operación, aunque la Justicia no los considerara directamente responsables en la malversación. Santa Cruz de Tenerife es hoy una sociedad diferente a la que vio surgir el escándalo: el poder empresarial no se concentra como antes en pocas manos, las entidades financieras locales actúan al margen de la presión política, los medios de comunicación son más críticos y la creciente ola de rechazo, vigilancia y denuncia de la corrupción ha logrado establecer controles en el gasto público. Un pelotazo de libro como el de Las Teresitas sería hoy mucho más difícil.

Pero ello no debe suponer un relajamiento de la vigilancia frente a los acuerdos de las instituciones públicas con privados. Una de las lecciones del caso de las Teresitas es que la actividad pública debe pasar por controles exhaustivos. Nunca es justificable la omisión de los mismos por las prisas para una adjudicación o para no perder una subvención. La transparencia es el requisito. La penumbra o la media luz es para sospechar.