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ANÁLISIS

La criba y el disolvente

El impacto de las elecciones europeas en Grecia, Alemania y España, el romance pinza de Enmanuel Macron con Pedro Sánchez y la división de la ultraderecha tras su fallido asalto a la Eurocámara

Sorprende el profundo impacto que unas elecciones de tan bajo perfil como las europeas han tenido en los equilibrios políticos internos de los países miembros y en los de la propia UE. Tal vez la causa radique en la extrema volatilidad que aqueja a los juegos políticos nacionales, tironeados por espectros neofascistas y neocomunistas mientras conservadores y socialdemócratas miden la hondura de la sima que los cerca. De hecho, sólo el fragor de esas batallas explica una afluencia a las urnas desconocida en un cuarto de siglo. Comoquiera, estas elecciones europeas dirimidas en clave nacional desprenden al menos dos grandes lecciones. La de la criba y la del disolvente.

Las primeras líneas de la criba se escriben con el reflujo de la izquierda refundada sobre las ruinas del comunismo y sobre la crisis de la socialdemocracia. Su buque insignia, la Syriza del griego Tsipras, ha caído a manos de la vieja oligarquía a la que desplazó, hace tan solo cuatro años, como remate a una dura década. La que se inició en 2004 al descubrirse el trucaje de las cuentas públicas durante años, se recrudeció con la doble crisis de 2008-2010 y desembocó, tras el fallido desafío de Varoufakis a Bruselas, en el ajuste y saqueo más humillante infligido a un miembro de la UE. En un intento de contener la hemorragia, Tsipras ha adelantado las generales griegas al 7 de julio.

Cribados han quedado también los discípulos más aventajados de Tsipras. Podemos cierra su primer ciclo político con un flojo resultado europeo que compagina bien con su triple viacrucis nacional, autonómico y local. Enorme contraste con aquella esplendorosa irrupción en Estrasburgo que, cinco años atrás, alumbró esperanzas hegemónicas luego arruinadas a golpe de errores tácticos de una cúpula leninista que se legitima, y no siempre, con consultas a una base magmática que poco a poco se le va escapando.

El reflujo de la izquierda -también ha caído la no refundada- se acompaña de un resultado dispar del centroizquierda socialdemócrata. Alemania y España marcan los dos mejores ejemplos. El SPD germano, atrapado en un suicida hermanamiento con Merkel, prosigue una caída libre que, además de costarle la cabeza a su lideresa, deja temblando a una gran coalición que, de momento, sólo se sostiene por el empeño de la canciller en agotar la legislatura. El SPD, sin caer aun en el descalabro de sus primos galos, parece además brindar a Los Verdes la posibilidad de culminar décadas de tenaz crecimiento con la conquista de la primacía en el espacio que se abre a la izquierda de los liberales.

Por el contrario, el PSOE, montado en la ola Sánchez y propulsado por los vientos suicidas de Podemos, superó en las europeas los mejores augurios y aporta el mayor caudal de diputados al eurogrupo socialista. Su líder ver coronada así con la jefatura de la socialdemocracia continental su espectacular resurrección tras el estéril golpe de mano que lo expulsó de Ferraz en 2016.

Desde ese puesto, ya otorgado por sus correligionarios europeos tras la victoria en las legislativas del 28A, Sánchez debe abordar otro aspecto de la criba europea: el descabalgamiento del PPE de la posición hegemónica que ocupa en Europa desde principios de siglo. Y debe hacerlo junto al francés Macron, líder de la única formación que en su país es capaz de hacerle frente a la ultraderecha. Macron, el experimento centrista de la tecnocracia y la patronal, el socioliberal que dio la puntilla a los socialistas y los neogaullistas, el reformador comunitario frustrado por las largas de Merkel, ha sido segundo en las europeas, pero sus diputados, como los de Cs en España, han sido decisivos para que los liberales se expandan el 50% y formen el tercer eurogrupo más robusto.

Este crecimiento ha tenido al menos dos consecuencias. La primera, permitir que se reconstruya, aunque entre tres -tal vez entre cuatro, si prospera el diálogo con Los Verdes-, la mayoría que durante décadas ha ostentado en la Eurocámara la alianza de conservadores y socialdemócratas, ahora perdida por el retroceso de ambos. La segunda, ofrecer a los capidisminuidos socialdemócratas la posibilidad de forjar una pinza que obligue al PPE de Merkel a repartir juego cuando en las próximas semanas y meses se renueven las presidencias del Parlamento, la Comisión y el Consejo Europeos, o la jefatura de la diplomacia. Proveer esos cargos requerirá complejos equilibrios de país y género, pero en todos ellos alentará la pinza que Macron y Sánchez escenificaron con dos besos a la puerta del Elíseo al día siguiente de las euroelecciones.

Ahora bien, esos juegos de encaje van a ser posibles porque en las elecciones europeas ha fracasado otra gran fuerza, la llamada ultraderecha, que en la práctica es una galaxia de neonazis, neofascistas, derechistas autoritarios y conservadores tradicionales ligados por el pegamento del ultranacionalismo y la eurofobia. El fracaso de los eurófobos ha sido y está siendo doble. Por un lado, sus resultados no han sido buenos en la UE. En torno a 175 de los 751 diputados, o sea, un 23%. Mucho más que los 108 anteriores, pero lejos del tercio requerido por la acción de bloqueo que se ha vuelto su estrella polar una vez muertos los "exit" en brazos de la pesadilla "Brexit".

Sin embargo, por otro lado, sus resultados en algunos países sí que han sido buenos (Salvini en Italia, Le Pen en Francia, Orbán en Hungría, el PiS en Polonia, Farage en Reino Unido). Eso quiere decir que en el corral hay demasiados gallos. Tantos que algunos, como Orbán, prefieren evitarlo y quedarse en el del PPE pese a que los populares han castigado su autoritarismo. Y cada gallo quiere su reino, de modo que los tres grupos eurófobos de la anterior legislatura parecen decididos a seguir separados: los polacos liderarán el ECR, junto a los jibarizados "tories" británicos y a Vox, que lo anunció ayer; Farage reinará en el EFDD, que se quedaría en cuadro de consumarse el "Brexit"; y el resto se amontonarán en el ENL, renombrado Identidad y Democracia, que Salvini soñaba convertir en el eurogrupo más numeroso. Es cierto que ese resto son muchas formaciones, incluidas la AfD alemana, el FPÖ austriaco y el PVV holandés. Pero de momento sólo pesan 73 eurodiputados (9,7%).

El ultranacionalismo es el aglutinante que cohesiona esa galaxia. Pero, en la práctica, es una ideología altamente disolvente pues su esencia exacerba lo propio en detrimento de lo común. De modo que, pese a la criba operada por las elecciones en los europeístas, el efecto ultra se augura débil en la Eurocámara.

Su campo de acción específico, pura lógica esencial, deberían ser las propias instancias nacionales, en particular en Italia, Hungría y Polonia. Desde ahí seguirán llegando las políticas díscolas que, en todo caso, y mientras se resuelven el "Brexit" y la eterna sucesión de Merkel, prevista para 2021, seguirán difiriendo las siempre aplazadas reformas de la UE.

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