El que no tiene toda la razón en Twitter es porque no quiere. Escribo viendo las imágenes de varios miles de personas intentando bloquear el aeropuerto de El Prat -y han conseguido que se suspendan un centenar de vuelos- y tiendo a pensar que esto no tiene remedio. Como desde hace dos años poco más o menos. La sentencia condenatoria del Supremo va a tener una mala digestión. Uno piensa que el concepto de soberanía nacional es una antigualla inoperativa en el mundo actual y que construir una comunidad política sobre supuestos rasgos identitarios deviene una actitud reaccionaria, democráticamente inaceptable, porque el único horizonte que garantiza un conjunto de derechos y libertades no es la tribu -más o menos hermoseada o estilizada- sino un conjunto de valores como la libertad, la igualdad o la solidaridad. Pero son ideacas de un servidor, aunque ampliamente compartidas con la gente más razonable en estas cuestiones dentro y fuera de España. Pero en todo caso son ideas despreciadas en estas horas en Cataluña. Porque lo que imperan son los sentimientos, la indignación y la ira que borbotea a través de una interminable sinécdoque: los líderes políticos y dirigentes sociales condenados son el independentismo catalán, el independentismo catalán es el único sujeto político legítimo en la comunidad, el independentismo son las instituciones y tradiciones políticas catalanas, los condenados son, por lo tanto, Cataluña, y como es obvio, lo que pretende el Tribunal Supremo es enchironar a todo el país.

No podía ser de otra forma. Después de un cuarto de siglo de pujolismo -que desplegó un inteligente, consensuado, transversal programa político e ideológico de nacionalización de la comunidad para avanzar en la ruptura con España y superar, destruyéndolas, las virtudes del catalanismo- en Cataluña se ha producido una inflamación nacionalista alimentada de una amplia variedad de factores: casi ninguno de ellos cabe parcial o enteramente en las consignas jaleadas por las fuerzas independentistas y por lo que se ha convertido en sus oficinas de propaganda, el Gobierno de la Generalitat. No, Torra y compañía -y aquí están todos apiñados- no jugarán a vulnerar el orden constitucional y el Estatuto, pero llevan días, en realidad semanas, animando a lo que llaman desobediencia civil. Los tumultos, las ocupaciones, las manifestaciones y el gamberrismo de alta o baja intensidad se estirarán todo lo posible: hay que rentabilizar la sentencia como se aprovecha todo el cochino en la matanza. Chuletas de libertad, morcillas de dignidad, beicon de solidaridad, pezuñas de patriotismo. El festín no puede durar solo 24 horas.

Es curioso. Torra anunció en su épica rueda de prensa que pedirá reuniones con el Rey y Pedro Sánchez. No mencionó que su Gobierno, al disponer de las competencias de gestión del régimen penitenciario en las cárceles catalanas, podría conceder a los condenados una suavización casi automática de sus condiciones de vida. Claro que adelantar que en tres meses Junqueras podría pasar el día en la calle o en su casa, durmiendo en prisión, e incluso disfrutando de permisos de fin de semana, podría desmovilizar un poquito a los compatriotas. El president no pega chapa, en realidad apenas sabe pegar un sello y dejar que le peguen a otros, pero es sabio, prudente y benemérito.