El pasado 1 de agosto, Simeón Gallego se plantó en un establecimiento gourmet de Los Remedios -el barrio sevillano en el que vive- para comprar un par de paquetes de carne mechada fileteada. Días después se plantó en Lahr, una ciudad alemana situada al sur del país -en la frontera con Francia-, movido por un anhelo: reencontrarse con su novia Caroline. El viaje, además, presentaba otro aliciente para el joven andaluz: conocer a parte de la familia de su pareja. Eso, entre otras cosas, explicaba el delicatesen gastronómico en la maleta. Y para quedar bien, una aparente apuesta sobre seguro: eligió material de la marca Magrudis, la favorita de su suegra.

El banquete acabó en indigestión general: la carne mechada de la marca Magrudis que compró Simeón, con toda la buena intención del mundo, pertenecía al material contaminado por un brote de listeriosis que el pasado verano, en España, provocó tres muertes y cinco abortos. En Alemania, el problema no alcanzó al peor de los escenarios. Caroline, su madre, su hermano, su cuñada y sus dos sobrinas -de seis y tres años- pasaron varios días ingresados en un hospital junto al joven andaluz.

A primera vista, con ese panorama, ninguno de nosotros se cambiaría por Simeón. Lógico. Estuvo a punto de cargarse, de un plumazo, a toda la familia de su novia con un movimiento con el que sólo pretendía causar buena impresión. Esa reflexión, a corto plazo, está cargada de sensatez. Pero en la vida, a veces, el truco pasa por mirar más allá y no quedarse con la nata que envuelve el pastel. Si lo pensamos bien, Simeón dejó las expectativas tan bajas ante su familia política que, si al final obtuvo el indulto general, a partir del incidente de la carne mechada sólo se puede ir a mejor.

La historia de Simeón me vino a la cabeza la noche del miércoles, cuando paseaba por el parque San Telmo de regreso a casa tras la jornada laboral. Antes, por el camino, había recibido una llamada de Marcos Basadre, un amigo gallego afincado en Madrid que merece una novela, una película o una serie de HBO -o todo junto, sin excepción-. Me notificó, por teléfono, su intención de dejarse caer por la Isla con la visita del CD Lugo al Estadio de Gran Canaria -peligro de noche, advierto- y me contó que esa misma mañana había conocido a un canarión, de nombre Kevin, aficionado a la UD Las Palmas.

En la conversación futbolera entre ambos, Kevin calculó que con dos victorias seguidas veía a la Unión Deportiva metida de nuevo en la pelea por el ascenso a Primera, un convencimiento que sorprendió a Basadre por la dinámica del equipo de Pepe Mel. Yo, para intentar explicar ese pequeño ataque de euforia, le intenté ilustrar la increíble capacidad histórica del aficionado amarillo -y de buena parte de los medios de comunicación- para oscilar entre el optimismo extremo y el desánimo absoluto en base a un par de resultados -y no mirar más allá-.

Sin embargo, en esa exposición sobre la idiosincrasia de la parroquia que disfruta y sufre con su UD Las Palmas, me dejé atrás un detalle que dice mucho de esta temporada. Hace unos meses, en verano, ante el caos generado por la pésima planificación del curso, nadie daba un duro por este equipo: la economía del club andaba tan canina que no podía fichar, en la plantilla aún quedaban algunas de las hipotecas que había firmado un año antes Toni Otero y la gran esperanza era un niño de 16 años que no había disputado un solo minuto en el fútbol profesional.

La Unión Deportiva, entonces, tenía tan mala pinta como el futuro de Simeón Gallego junto a Caroline. Las expectativas andaban por los suelos. Por eso, todo lo bueno que ha llegado después del disparate estival -los primeros destellos de Pedri, el ratito con Jonathan Viera o el empeño de Mel por sacar al equipo adelante-, ha logrado que prenda de nuevo la llama entre el equipo y su afición, que con poco va. Creo que se llama amor y que no entiende de muchos razonamientos.

Por cierto, ¿seguirán juntos Simeón y Caroline?