Veintinueve medidas para garantizar el control sanitario de los centros docentes frente a la amenaza del coronavirus cuajaron en el encuentro entre los ministros de Educación y Sanidad y los consejeros autonómicos. Ni 30 ni 28, sino 29. Se está aplaudiendo mucho que "al menos" esta reunión ha saldado que habrá clases presenciales y que incluso si se registran contagios (3 como mínimo) la escuela, aunque se cerrará, se abrirá de nuevo en el plazo de 14 días. La verdad que no lo entiendo muy bien. Es algo parecido a comprometerse a que en caso de caída de un avión nadie quedará sin ser atendido y se volará -digamos - presencialmente. Una de las medidas claves, inesquivables, para que el sistema escolar se librara del contagio infeccioso, consistía en aumentar - al menos coyunturalmente - el número de profesores para bajar la ratio de las aulas, entre otros objetivos. El Gobierno central anunció que transferiría 3.000 millones de euros a las comunidades autónoma para tal fin, pero se ignora si se ha transferido tal cantidad y no existe información sobre las contrataciones, al menos en Canarias. ¿Cómo se pueden organizar "clases burbuja" con un máximo de 20 alumnos sin los suficientes profesores? Es algo parecido a esa otra medida, la de mantener las aulas bien ventiladas. Pues verá, en algunas partes se puede, en otras, las aulas son cajas de zapatos por donde apenas se puede respirar; en algunos centros se dispone de ventiladores, en otros no encontrará usted ni abanicos.

Porque la obsesión en estos meses ha consistido en santificar un protocolo sanitario: la obsesión de los atemorizados padres, del profesorado y los equipos directivos, que han querido huir como de la peste de cualquier responsabilidad legal ligada a los riesgos de la pandemia, de los responsables políticos, que han buscado conjurar cualquier desbordamiento del nerviosismo y el rechazo. En otros países ha sido distinto: sobre la base de informes realistas de colegios e institutos, se han realizado pequeñas obras, se han instalado lavabos portátiles, se han reajustado los repartos de asignaturas, se ha dotado a los centros de reservas de materiales necesarios (gel hidroalcohólico, mascarillas, guantes), se ha asignado un médico a cada centro y se ha abierto una colaboración sistemática con los ayuntamientos, explorando las oportunidades que ofrecen plazas, centros deportivos, estadios, etcétera, para desarrollar las clases al aire libre mientras el tiempo lo permita. Por estos lares no somos tan estúpidos y se ha debatido sesudamente si en una burbuja cabían veinte o veinticinco niños, si la distancia de seguridad debería ser un metro y medio o dos o si bastaban con tres alumnos infestados o eran preferible cinco para clausurar las actividades y mandar a todo el mundo a casa. Tampoco, por supuesto, y a pesar de lisonjeras chismografías desde el Ministerio de Educación, tampoco está nada claro que en los casos de niños o adolescentes contagiados los padres y madres puedan acogerse a un permiso laboral remunerado. ¿Y si no está contagiado, pero debe confinarse al compartir clase o burbuja con un infectado?

Este mes que acaba nos enseñó que las medidas sanitarias pueden funcionar en las aulas, pero no son infalibles. Cuando se reanudaron las clases en Alemana, y en apenas quince días, se detectaron clases de coronavirus entre profesores y alumnos de 41 escuelas de Berlín - la capital alemana cuenta con 825 centros escolares en funcionamiento --. Y pasará aquí también. Necesitamos algo más ambicioso que un protocolo sanitario.