Lo propio de cualquier decadencia es la incapacidad para frenarla, y ésta no suele obedecer a la falta de medios, sino a un embotamiento de la voluntad que lleva a aceptar como irremediable lo que en el fondo no lo era, pero por esa misma resignación lo acaba siendo. Algo así parece ocurrirle a Europa. Los pretextos de la parálisis serán a veces nimios, pero deben ser vistos como manifestaciones epidérmicas de una dolencia honda. Por ejemplo, que la derrota de la señora Merkel en unas elecciones regionales condicione su actitud en el compromiso de su nación con Europa, y que ésta vea así bloqueadas las decisiones enérgicas que la situación requiere, parece absurdo. Cuando la picadura de una pulga nos puede, es que el cuerpo está mal. Rindámonos a la evidencia: el cuerpo político de Europa es tan débil, y la decadencia tan patente, que la enfermedad más leve puede acabar siendo mortal.