Pocas personas de la vida pública española pasarán a la Historia. A muchas, su historia le pasará por encima como una apisonadora y las dejará más planas que el encefalograma de su inteligencia. Pienso que el actual ministro de Industria, Miguel Sebastián, será de las segundas. Está enfadado con el asunto de la empresa constructora Sacyr, y la alianza de esta con la petrolera mexicana Pemex, para controlar Repsol. Está enfadado porque Felipe González ha opinado sobre el asunto y, claro, no le han gustado las declaraciones de puro sentido común del expresidente. Y es que este sentido, el común, parece que no es uno de los que aprecie Sebastián. Como ministro, ha hecho dos aportaciones a la política española: repartir bombillas de bajo consumo y quitarse la corbata en los plenos del Congreso de los Diputados, ocasionando el cabreo del presidente del mismo, José Bono, el cual, a pesar de que suda mucho -entre otras cosas, perdió el congreso del PSOE de 2000 porque no paraba de sudar y de secarse durante su intervención- jamás deja de asistir a los plenos perfectamente emperchado.

Sebastián se había enfrentado a Gallardón por la alcaldía de Madrid: artimañas, resultado y que no tomó posesión como concejal, son cosas conocidas. Lo que no es tan sabido, pero sí se dice -yo sólo lo transcribo, por lo que pudiera pasar- es cómo actuaba cuando dirigía la oficina económica de Moncloa, cómo llamaba a ministros y les conminaba a enfocar sus presupuestos por aquí o por allá, o a atender a determinados empresarios. Dicen que lo hacía; también dicen que algunos ministros/as le obedecían y que otros/as lo mandaban a paseo. Ahora manifiesta que no es amigo de ningún empresario, ni del de Sacyr, y que tampoco habla con él por teléfono: hay que tener cuidado con esas afirmaciones porque después, cuando surgen los líos, la policía, que no es tonta, viene con la lista de la compra en forma de números de teléfono a los que se ha llamado o desde los que te han llamado. Y todos nos ponemos colorados.