Los pensamientos discurren, por lo general, de un modo bastante arbitrario en la mente. Tal vez por eso no me extrañe que, pensando en los políticos, de pronto, me concentre mentalmente en los artistas. Entre ellos, en primer lugar, en los actores que se bloquean ante un auditorio e interpretan mal su función. Pobrecillos, tan vilipendiados cada vez que salen a escena y fracasan en su papel de meterse en la piel de otros. Incapaces ya de volverse carne y hueso de Hamlet o Lady Macbeth o Sigfrido, son descalificados por un público que los ve a ellos y no a quienes representan.
Los actores pueden haber perdido definitivamente el talento o no estar en vena durante algún acto y encontrar una nueva ocasión para mostrar sus habilidades. Sin embargo, en cualquier caso, cada actuación les pasa factura. No disponen de la posibilidad de recuperar su mala función de una tarde en concreto, de rehacerla a posteriori. Algo parecido les sucede a los escritores. A diferencia de los actores, antes de publicar un libro tienen la oportunidad de rectificar pasajes o interrumpir la escritura mientras dure el bloqueo. Pero una vez que el libro sale a la luz, deja de pertenecerles.
Pasan a manos de los lectores, los cuales se vuelven jueces implacables de todas las presuntas imperfecciones de su obra. Con o sin razón, son recriminados sin contemplaciones, pagando, así, muy caro sus supuestas lagunas o incoherencias. Igualmente los poetas, los músicos, los pintores...
A los políticos en las instituciones parece ocurrirles lo contrario. Suelen salir indemnes de un sinfín de actuaciones propias que no casan con sus promesas y su ideario. Hechos incongruentes que dan la espalda a sus principios como esa música de ópera que se aleja definitivamente del espíritu del libreto. Todo puede empezar con un primer paso diminuto, que les lleva a apartarse un pelín del camino. Después ponen el otro pie y ya se encuentran en un camino distinto. Cada nuevo paso será lógico, porque nace del anterior y para entonces estarán caminando en otra dirección.
