En septiembre de 1986 los temas de actualidad en las Islas eran más o menos los de ahora. El consejero de Hacienda, Óscar Bergasa, decía en una reunión con los periodistas que había que solucionar los 'déficit históricos' en educación y sanidad -que luego en efecto se encarrilarían- y que había que tener en cuenta la doble o triple insularidad para las mercancías y las personas. Y, como siempre, la sensación de ahogo ante la no muy ordenada construcción. Entre la expansión del sector turístico y las 'casas garajeras' sin orden ni concierto, empezaba a plantearse una especie de 'ley de punto final' que acabara con la clandestinidad vecinal y otras normas que ataran en corto la urbanización turística aparentemente despendolada por el territorio limitado. No solo los ecologistas proclamaban que los canarios íbamos a caer en los desastres de los cíclicos monocultivos como no se potenciaran actividades económicas, unas tradicionales, la agricultura, por ejemplo, y otras novedosas relacionadas con tecnologías emergentes.

En esos meses fui a trabajar en el 'Faro de Vigo', y allí, en la planta veintipico de un edificio desde cuya altura se dominaba la ría y la ciudad entera, caí en la cuenta de que un kilómetro no significaba lo mismo en Galicia que en Canarias. Sesenta kilómetros era la mayor distancia que podía recorrerse en Gran Canaria en línea más o menos recta. Desde Vigo, uno puede llegar, hacia el sur, al Estrecho de Gibraltar, y hacia el norte, superando algunas aduanas y unas cuantas cordilleras, a Vladivostok. No hay comparación posible. Del Hoyo a Puerto Rico uno llega con sensación de agotamiento. Son dos puntos extremos. Esa impresión es la que se tiene entre Vigo y Ortigueira, a 300 kilómetros, un trayecto que hacía todos los viernes.

Con la cuestión del petróleo milagroso, que va a competir con los efectos benéficos de las estampitas y el rezo de las letanías en latín, vuelve esta reflexión. Que Dios nos coja confesados, como se decía antes, si algunos visionarios consiguieran su proyecto ideal. Ya asoma la patita el lobo disfrazado de cordero del desarrollo. Los complejos petroquímicos que refinan el crudo o lo transforman en plástico o en telas se ve de dos formas en las fotos: un montón de chimeneas que por las noches parecen unas fiestas patronales, con fábricas que acogen a diez mil o veinte mil trabajadores; y una amenazadora nube marrón que lo envuelve todo, y que se traduce en una espectacular incidencia de enfermedades graves. Además, hay otra diferencia: no son lo mismo las concentraciones de estas industrias contaminantes en el territorio continental, en Francia, Alemania, España, Polonia, Rusia, que en un Archipiélago con islas que sumadas todas apenas igualan a pequeñas provincias. La mística del número de trabajos en época de paro no cambia algunas verdades elementales: que el turismo genera más riqueza y más empleos, aunque los políticos no hayan sabido promover otras actividades complementarias y competitivas. Luego está la 'durabilidad'. El sol y el mar, a pesar del calentamiento global -inducido y ninguneado por los gamberros de la economía y los charlatanes que trabajan al servicio de los grandes poderes financieros ocultos -ya no, han salido del armario de la codicia sin complejos- son eternos. Lo que no es eterno, porque no dura más allá de veinticinco o treinta años, son las bolsas de petróleo. ¿Puede organizarse una economía, y un modo de vida, y un futuro, con la certeza de que en un cuarto de siglo nos veremos sin el 'maná' negro y con un paisaje en el que se han apagado las bombillas de la feria, metafóricamente hablando? Lo que hace falta es un debate de altura, y a fondo, ante las cámaras de la televisión y los medios de comunicación. Con asistencia obligada de los empresarios y de las autoridades que tienen en su mano decidir por el acierto o por el error, que es irreversible.

(tristan@epi.es)