Estaba el propietario del gimnasio, abierto en una zona céntrica de Santa Cruz de Tenerife, leyendo periódicos y bitácoras en su ordenador cuando entraron en el local tres individuos. Eran tres negros altos, musculados, con el pelo muy corto y ropa deportiva que – obviamente – se había utilizado para ocasiones no deportivas. El más bajo se acercó con una sonrisa ligeramente preocupante y le preguntó si podían entrenar. El propietario les indicó cordialmente los precios y los horarios del gimnasio, así como las medidas higiénico-sanitarias que… El hombre sonriente levantó la palma de la mano derecha. Les explicó que no tenían dinero. Que llevaban en la ciudad desde la pasada semana, pero que lo único que recibían en Cruz Roja era el desayuno y una bolsa con comida para el resto del día. Poca comida. Estaban acostumbrados a comer más y mejor. Hablaba en francés y, de vez en cuando, introducían un par de palabras en español. El propietario les explicó que no podía dejarles entrenar gratis. Que ese era su negocio. Que por culpa del maldito virus sus ingresos se habían visto reducidos sustancialmente pero sus costes eran iguales a los del pasado marzo, si no superiores. La sonrisa había desaparecido del rostro del otro. Sus dos compañeros se desplazaban por el establecimiento contemplando valorativamente las máquinas y las pesas. De vez en cuando lo miraban con fijeza mientras su compañero hablaba.
