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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Los hombres que no discutieron nunca

Cuando los conocí, por separado, debía ser la época en que Canarias se abrió al hormigón armado, y arquitectos como ellos se aprestaban a abrazar un nuevo modo de construir viviendas y edificios, con un entusiasmo que unía la eficacia a la estética, la limpieza urbana a la magia de inventar desde elementos poderosos, contundentes, para hacer de las casas y de las urbanizaciones instrumentos de belleza y de seguridad, de durabilidad, y, a pesar de las apariencias, de ligereza, aire y piedra y plantas coexistiendo en moles que, de pronto, se convertían en homenajes aéreos al espacio.

Lo que pesa puede ser ligero, y ellos se impusieron la tarea de ejecutar esas combinaciones en contra de tradiciones manidas o cursis, y fueron maestros de otros que prosiguen la tarea de modernizar el suelo y el aire de las islas. Ayudaron de manera decisiva, con otros importantes arquitectos canarios, de su propia generación y de generaciones anteriores, a variar la estética de nuestras ciudades, viejas o nuevas, de nuestros pueblos y de nuestras costas. En esa época en que los conocí acababan los años sesenta del siglo XX y comenzaba, desde el Colegio de Arquitectos de Canarias (que era verdaderamente de Canarias), una época fértil de relación de la arquitectura y sus profesionales con las inquietudes sociales, estéticas, políticas, de una sociedad que empezaba a vaciarse de los pesadísimos tics de la dictadura.

Esos dos arquitectos son dos personajes singulares a los que el Cabildo Insular de Tenerife acaba de honrar con su Medalla de Oro, que recibieron en una celebración que, por las circunstancias actuales de la pandemia, tuvo el carácter de acto íntimo pero que en condiciones normales hubiera sido sin duda multitudinario. Pues estos dos arquitectos, Vicente Saavedra y Javier Díaz-Llanos (o viceversa), concitan en la isla y en la región (y fuera de ellas) una admiración que proviene también de la gratitud, y esta se desparrama por los más variados sectores de la vida de Canarias y fuera de este ámbito. Ellos estuvieron presentes, con la humildad con la que siempre han prestado atención a lo que se dice de cualquier cosa, y aunque en esta ocasión eran protagonistas absolutos del acontecimiento hicieron como ha solido ser la tónica de su relación con los elogios que reciben y merecen. Ni uno ni otro se inmutaron más allá de lo razonable, aunque, eso era evidente, se emocionaron como cualquiera que recibe, desde el corazón, un abrazo tan justificado por la admiración y por la gratitud.

Carlos Saavedra, uno de los hijos de Vicente, hizo la alocución elogiosa, después de la que correspondió al presidente del Cabildo, Pedro Martín, y ahí este joven abogado hizo un juego de palabras con los nombres propios, pues es tal la hermandad de los dos amigos que igual podían haberse llamado Vicente Díaz-Llanos y Javier Saavedra. Tan amigos son, siendo además del mismo oficio, que han combinado sus identidades hasta el límite de alcanzar un record difícil de igualar en gente de la misma profesión y de similares objetivos. Ahí contó Carlos que jamás se han enfadado, en los 55 años de trabajo en común nunca tuvieron una discrepancia que no se hubiera resuelto sin discusión o enfado.

Javier y Vicente estudiaron arquitectura en universidades diferentes; Javier, en Madrid; Vicente, en Barcelona. Al regreso de sus estudios se juntaron a brindar en el parque de las Flores de Santa Cruz de Tenerife. Sin trabajo aún, recibieron una sugerencia para construir una casa familiar cerca de la Clínica Zerolo de Santa Cruz. La dueña de la casa aportó un dibujo de vivienda andaluza, pero ellos dos, que traían en la cabeza la estética del hormigón armado, hicieron su primera aportación urbana y, por así decirlo, pusieron la primera piedra a una amistad profesional, y humana, que no ha conocido desmayo.

¿Por qué ha durado tanto ese afecto?, pregunté ayer a algunos de los hijos de ambos. Elena Díaz-Llanos, pedagoga, me contó que antes de la entrega de este honor insular a los padres respectivos se juntaron con ellos y les hicieron la misma pregunta. Desde aquella primitiva reunión, estos dos hombres sólidos, que parecen árboles de ese mismo parque, estuvieron siempre pendientes de darse la razón mutuamente. Ese respeto por la opinión del otro fue la clave de una amistad que, además, ayudó a hacer común la apuesta por una arquitectura de la que hay muestra prácticamente en todas las islas del Archipiélago. Cristina Saavedra, diseñadora, estuvo en esa conversación. “Dialogando han resuelto cualquier diferencia. Mi padre, además, siempre pensó que en caso de duda Javier tendría razón”. Pablo Saavedra, ingeniero, lo resume así: “La clave de ese entendimiento es apreciar mucho lo que el otro dice”. Carlos Saavedra, que es abogado y aun quiere ser escritor, lo había dicho en su discurso: “El secreto ha estado en confesarse el uno al otro el máximo respeto profesional, en asumir que la opinión de Javier era trabajada, meditada y certera o que la de Vicente era racional, consecuente y apropiada”.

De ese modo han compartido 55 años de trabajo, mesas contiguas, ideas comunes, objetivos estéticos idénticos, personalidades distintas, capacidad para entender que quizá el otro tiene razón. Vicente volcó su generosidad en la apuesta por una región que valorara la contribución del arte al desarrollo urbano, a la discusión de la ciudad con sus propios objetivos; Javier trabajó en distintas instancias de la política insular, también con el objeto de hacer útil el compromiso de su oficio con el desarrollo de la ciudad o de la isla. Han sido, además, emocionantes ciudadanos solidarios, que nunca, ni ahora que reciben este homenaje, han mostrado señal alguna de engreimiento, porque cada vez que han sentido la tentación de sobresalir cada uno de ellos ha pensado que seguramente el otro se lo merecía más. Cuando los conocí, por separado, esta tierra empezaba a volar de otra manera. Gracias a ellos ese vuelo ha sido mucho más potente y generoso, y muchos sabemos eso también en primera persona.

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