La Provincia - Diario de Las Palmas

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El artificio de nuestras miserias

Cada vez está más claro que como civilización somos puro artificio. Como la política mala de los malos políticos que dicen representarnos. Si nos detuviésemos un instante, apenas un momento, apreciaríamos la cruel e irracional indolencia con la que estamos volando nuestras posibilidades presentes y futuras como especie. Es nuestra irreflexiva e incoherente política de vida, de elección y de consumo, la que nos está conduciendo a nuestros crueles desatinos. La realidad mirada de frente nos revela que somos polvo, que en cualquier momento volveremos a ser nada. Tal vez el recuerdo en una foto. Estamos viviendo demasiado de prisa y muchas veces sin tino. El caso es que, incontrolados, estamos arrasando alegremente el Edén y bichando todas sus manzanas con nuestras apetencias inmaduras e innecesarias realmente para percibir los latidos de cada segundo y cada minuto de nuestros días.

Los 7.700 millones de seres humanos que se dicen que habitamos en este pequeño peñasco del universo nos estamos pasando de la raya y ya estamos a puntito de agrietar el suelo para hundirnos definitivamente en los infiernos. En estos momentos, ahora mismo, todas las cosas materiales creadas por el hombre (y la mujer, porque en esto somos muchos más que iguales), llámese casa, coche, autopista, sartén, lavadora, cepillo de dientes, avión, lámpara, rotulador, móvil, ordenador, tornillo, satisfacer o cualquier otra bobería, ya superan en masa al conjunto de todos los seres vivos del planeta. Es decir, el conjunto de cosas o cantidad de materia formada por todas esas cosas ingeniadas y creadas para consumo y satisfacción de hombres y mujeres supera a la totalidad de las personas, animales y plantas que habitan en este mundo donde ejercitamos los sentidos y verbalizamos el amor, la risa, la alegría, el llanto,… donde experimentamos el nacimiento y la muerte.

Esta cruel y demoledora información, en cuya medida y pesaje no se incluye el material que ya está en desuso ni tampoco el que ya ha sido convertido en basura, nos la ofreció Miguel Ángel Criado en el diario El País este jueves, haciéndose eco de un artículo de la revista científica Nature. Afirma que la materialidad de nuestros engendros ya supera los 1,1 billones de toneladas, y que lo artificial va a seguir aumentando hasta triplicarse en los próximos 20 años. La científica e investigadora israelí Emily Elhacham resume que hay más casas que árboles, y también que la masa global de plásticos supera ya al conjunto de los animales terrestres y marinos. Además, Criado añade en su nota dos datos para que apreciemos nuestra capacidad autodestructiva. La primera, que este acelere humano materialista se puso las pilas tras la Segunda Guerra Mundial y, segundo, que cuatro quintas partes de los productos y objetos materiales que se atesoran en nuestro mundo tiene menos de 30 años. Una locura, verdad. Podría deducirse que en menos de un siglo hemos llenado de mierda el planeta de nuestros amores y dolores.

Eso es contrastable en cualquier esquina. Los trajes de dos grandes vertederos de la Isla (Las Palmas y Juan Grande) ya están reventando sus costuras. Nuestros abuelos, aquellos que vivieron pendientes del suelo y del cielo hasta que los expulsó el progreso, desconocieron los usos plásticos y para ellos las latas fueron un bien preciado y reutilizable por raro y escaso. Hoy, sin embargo, en nuestra separación de basuras más del 95 % de su volumen está compuesto cada día por ese tipo de materiales maleables y desechables. 

Esas miserias materiales nuestras son un síntoma de la decadencia personal y colectiva que nos empodera y a la vez la expresión más mundana de la artificiosidad que esta enquistando la superestructura orgánica en la que estamos conviviendo con una conciencia cada vez más superflua sobre lo verdaderamente importante. El pensador y escritor humanista Pablo d’Ors (Madrid, 1963) nos recomienda en su ‘Biografía del Silencio’ (Galaxia Gutenberg) que volvamos a casa, que nos repensemos, que nos miremos en el espejo interior, porque “todo lo que haces a los demás seres y a la naturaleza te lo haces a ti”. Este sacerdote católico, fundador de la red de meditadores Amigos del Desierto, sostiene que “la verdadera dicha es algo muy simple y está al alcance de todos, de cualquiera. Sólo hay que pararse, callar, escuchar y mirar”. Aunque eso se nos haga hoy tan difícil.

Los parroquianos del Grand Café de París, que en 1896 veían por primera vez la película La llegada de un tren a la Ciotat, se levantaron precipitadamente de sus sillas pensando que el tren les iba a arrollar. Mi tío Honorino, el mayor aficionado al western que he conocido, salía del cine Vital de El Entrego andando con las piernas arqueadas como si acabara de bajarse del caballo. La abuela de Rosana, la hermana pequeña de un amigo de la infancia, apartaba continuamente a la niña del campo visual del televisor, no fuera que aquellos señores la vieran sentada en el orinal.

Siempre hemos estado rodeados de mentiras. Los hermanos Lumière siguieron proyectando su película sin tener que advertir que el tren era solo una sombra. Los western nunca necesitaron -por lo menos hasta ahora- un aviso previo sobre su carácter más legendario que real. Lo de la tele -transformada en la pantalla del móvil- es más peliagudo, porque resulta que sí hay señores al otro lado de la pantalla que nos vigilan. En cualquier caso, siempre hemos convivido razonablemente bien con las ficciones. Nos han servido para entretenernos y para formarnos, ya sea a través de los productos audiovisuales o de la lectura. Pero ahora la humanidad parece sufrir un retroceso.

Al igual que cada vez distinguimos menos el bien del mal, cada vez confundimos más la realidad con la ficción. De tanto consumir mentiras - fundamentalmente a través de las redes sociales-, ya no sabemos distinguir lo que es verdad de lo que es mentira. Nos pasa lo que al mentiroso que, a base de repetir su mentira, él mismo se la acaba creyendo. ¿Ya no sabemos la diferencia entre una serie documental y una serie dramatizada? Parece que no. De lo contrario, ni la reina Isabel ni el gobierno de Boris Johnson hubieran exigido de forma airada a Netflix que advierta previamente a los espectadores de que la exitosa serie The Crown es ficción. Ya ocurrió con Lo que el viento se llevó, cuando HBO se vio obligada a avisar que la película “niega los horrores de la esclavitud”.

Todas las plataformas incluyen ya antes de cada capítulo de una serie una retahíla desmesurada de advertencias: contenido violento, desnudo, suicidio, lenguaje soez, consumo de drogas, sexo explícito, discriminación racial, desorden alimenticio… Hace décadas se solucionaba con dos simples rombos. Hoy, los espectadores debemos de ser más ignorantes cuando nos tienen que proteger así de tanto mal que nos acecha. No ocurre solo con series o películas. Recordaba la semana pasada Antonio Muñoz Molina que en el mundo anglosajón era habitual colocar bajo el título de las novelas un aviso: A novel, Roman. Se intentaba así que el lector tuviera claro que lo que iba a leer era una trama novelesca. Afortunadamente hoy en el mundo del libro hemos superado ese paternalismo. Estos días se ha vuelto a hablar y a discutir sobre las novelas de no ficción, a propósito de la publicación de lo que ya se está convirtiendo en uno de los libros del año. Me refiero a El hijo del chófer, de Jordi Amat. El autor cuenta, a modo de novela pero sin un dato inventado, la turbulenta historia del periodista Alfons Quintà y, de paso, la del proceso que llevó a Cataluña de la acomodaticia convivencia con el franquismo hasta el delirio independentista. La editorial Tusquets ha incluido el libro -que en otro tiempo habríamos considerado ensayo, documento o testimonio- en la colección Andanzas, junto a ficciones de Almudena Grandes, Luis Landero o Leonardo Padura.

Esa confusión de géneros no es más que un reflejo de un mundo en el que las cosas están poco claras. En el que la frontera entre verdad y mentira es cada vez más difusa. En el que que decir la verdad tiene graves consecuencias y mentir sale gratis. No hay más que comparar lo que algunos políticos dijeron ayer con lo que dicen hoy. O comprobar cómo los usuarios de Twitter, Facebook o Whatsapp comparten mensajes, aun sabiendo que son mentira, por el mero hecho de fortalecer sus convicciones o de dañar al contrario. Hace casi cuatro siglos, Calderón ya se había percatado de que “tienen de su parte mucho poder las mentiras cuando parecen verdades”. Y hace solo unas décadas Goebbels decía que “más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”. En suma, que jugar a la verdad y a la mentira, cuando se convierten en armas, es peligroso porque, como es sabido, quien carga las armas es el mismísimo diablo.

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