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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Aquellos jóvenes que padecieron cárcel por Navidad

La primera vez que conocí a un político no tuve suerte. Yo era aún un niño que iba a buscar ayuda al ayuntamiento de mi pueblo y el ujier que atendió mi presencia no pudo explicarme lo que yo mismo había escuchado del susurro del alcalde: “Dile a ese chico que el alcalde no recibe a pordioseros”. Aquel era un alférez provisional, no era un político, pero en aquella época de la dictadura los que mandaban, también en los ayuntamientos, eran militares asimilados que consideraban que, como la patria era de uno solo, también el ayuntamiento era tan solo de ellos.

Luego tuve más suerte. He conocido, en mi propio pueblo, gente formidable, y fuera de allí he tenido la fortuna de frecuentar personas de enorme nobleza. Y eso me ha llevado a distinguir muy bien cuando se grita en las tertulias o en los papeles que todos los políticos son iguales. Son iguales, en todo caso, a los seres humanos a los que se parecen cuando no cumplen con su deber, y entre estos parecidos insoportables y vergonzantes hay, por ejemplo, muchos de los periodistas que dicen, de una manera u otra, que todos los políticos son iguales.

Mi experiencia política, en todo caso, es insignificante, en primer lugar porque en aquel entonces (en aquel entonces es el franquismo, hace más o menos medio siglo) yo trabajaba ya como periodista, el sueldo que obtenía servía en casa y siempre fui temeroso de que un día, por lo que escribiera, o si militaba, podía perder ese ingreso, que en aquel momento preciso no era tan solo para mi.

Por esa razón no me atreví a aceptar proposiciones de compañeros que me pedían en la Universidad de La Laguna que me incorporara al Partido Comunista o que de alguna manera les ayudara a organizar algunas hazañas que entonces no estaban al alcance de mi precaria valentía. En cuanto a la militancia, recuerdo perfectamente cómo trataba de atraerme Manolo Galarreta, que me paseaba por el pasillo central de la universidad, o cómo otro profesor, igualmente comunista entonces, de cuyo nombre no sé si acordarme, me reprochó que prefiriera el aburguesamiento de un sueldo y el hecho de que mi padre fuera un pequeñoburgués propietario de un camión a un apoyo explícito a las fuerzas que él mismo estaba organizando para hacer ruido en la ciudad. En todo caso, aunque nunca atendí los requerimientos de carnet, sí puse a disposición mi casa, y mi ayuda, para que en ella se imprimiera el clandestino Frente Democrático, una revista a ciclostil que hacían en la trasera de un viejo caserón en el que yo habitaba en el barrio universitario.

Mi cobardía para militar, de todos modos, tuvo un paréntesis cuya memoria me ha avivado ahora un tuit del historiador, y extraordinario amigo, Agustín Millares Cantero, que fue compañero en aquellas aulas viejas que entonces permitían incluso los aires del ilustre Fernando Sagaseta. En ese tuit, aquel joven militante comunista cuenta lo que pasó hizo medio siglo esta Navidad. Dice Agustín, solvente su memoria de historiador: “Hace cincuenta años, durante el ´estado de excepción` de la dictadura franquista, pasaron todas estas fiestas encerrados en los sótanos del Gobierno Civil de Santa Cruz de Tenerife, tres estudiantes de la Universidad de La Laguna: Raúl Marcos Ruiz, Julio Pérez y Agustín Millares. Una media docena de camaradas sufrieron la misma represión en Las Palmas de Gran Canaria. ¡Y cientos en toda España! Aquí sí que fue un “confinamiento” por “pandemia”, cuyo “virus” sigue afectándonos. Qe no se olviden estas cosas. ¡La lucha continua!”

Yo no lo olvido, naturalmente. Fue una acción arbitraria, como todas las de la dictadura, aprobada por un gobernador civil pusilánime e hipócrita, que en las tertulias civiles decía venir a las islas en busca de una salida democrática (a lo Dionisio Ridruejo, se decía) y a las de primeras de cambio aceptó la patraña policial que le proponían fuerzas aún más reaccionarias y metió en comisaría a aquellos estudiantes y luego los encarceló. Yo era entonces periodista en EL DÍA, y desde sus instalaciones, aquellas mesas grises, el teléfono beis, los papeles siempre desordenados de los redactores, y llevado por un impulso que yo no creía tener llamé al propio gobernador, a través de su secretaria. Él se puso, yo le conté quiénes eran los estudiantes, especialmente Julio Pérez, al que conocía desde que él era un chiquillo de pantalón corto. Le expliqué al gobernador, que era Gabriel Elorriaga, que lo que hubieran hecho esos muchachos lo podía haber hecho cualquiera, incluido él, pues se trataba de trabajar desde la universidad por una sociedad mejor. Él, le recordé, había estado en la comisaría de Franco, y que en nombre de ese cautiverio él tenía que evitar el de estos muchachos.

Sigo sin saber de dónde saqué el atrevimiento. Días después fui a la cárcel a llevarle libros, en una bolsa blanca, de plástico, a Julio Pérez. Creo que uno de esos libros era de César Vallejo, que entonces nos nutría de metáforas para soportar aquel tiempo tan nublado. Julio estaba tras los barrotes, con su mano derecha en el bolsillo, razonando como ahora, como si el tiempo tuviera menos valor que las palabras, e imagino que él mismo trató de explicarme, como hace ahora, que casi todo tiene arreglo si lo cuentas bien…

Ahí conocí a aquel joven político; luego he conocido algunos que siguen, como él, en activo, y luego han venido otros, que tienen gran predicamento nacional. En ellos he visto valores que son suficientes como para que, cada vez que escucho que todos los políticos son iguales, sienta ganas de contar que la vida se hace haciendo política y, también, enfrentándose a aquellos que, en un momento muy grave de nuestra historia, consideraron que las ideas deben estar en la cárcel para que duerman mejor los gobernadores civiles y aquellos a los que éstos sirven.

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