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Juan Francisco Martín del Castillo

La tierra de mi madre

Qué curiosa es la vida. No conservo ninguna foto de aquel año, pero es el que mejor recuerdo. Todavía siguen ahí, en la memoria, el estiércol, el pequeño sacho, Bocanegra y la hormiga atómica. No se equivoquen, no es lo que creen. Esta es la historia de un pueblo y sus gentes a través de los ojos de un niño de otro mundo, oriundo de una apartada isla a miles de kilómetros de aquel lugar. Un pequeño, tímido y silencioso, que no salía de su asombro, desde el primer instante en que pisó la tierra de su madre. Todo le parecía nuevo, sin duda, diferente a lo que había visto hasta ese entonces. Un muchacho reservado que, poco a poco, fue integrándose en la actividad diaria del pueblo. Por ejemplo, asistía al colegio con pantalón corto, fuera cual fuese la estación. Tanto en los días de calor como en los de invierno, el hijo de la Alejandrina no cambiaba la vestimenta, como tampoco lo hacía el resto de chiquillos. Una lección de meteorología por la vía más directa.

Otra lección que aprendí muy pronto fue la del trabajo, aunque lo recuerdo como un juego. Me tiraba desde lo alto de una montaña de trigo como luego lo haría desde la duna más elevada del arenal, pero había una diferencia. La duna era natural, mientras el trigo había sido apilado por las manos de los habitantes del pueblo. Sólo te podías deslizar por él si habías ayudado, por escaso que fuera el esfuerzo, a la obra común. Y, cómo no, seguí jugando y aprendiendo. De aquellas intensas jornadas, descubrí la importancia de un sentido al que apenas damos importancia. En ese afán por ayudar y comprender, hice amistad con el encargado de la recogida de un elemento vital para la siembra. Muy temprano, cuando no había clase, esperaba al hombre del estiércol y le acompañaba en la ardua faena. El hombre lo agradecía y se empeñaba en contarme las cosas del campo. Se le veía disfrutar con aquel muchacho a la vera, y uno, por su parte, le devolvía el trato con respeto y cariño. Luego, años más tarde, supe que el olfato es una de las mejores herramientas con las que se cuenta para detectar la putrefacción, incluso la moral. Aparte de la familia, jamás he encontrado una persona más limpia que aquel hombre.

Bocanegra era un tractor que arrancaba entre una nube de humo negro. Así que el nombre le venía de perlas. Lo conducía el tío Teógenes, un ser casi desprovisto de palabras, pero de una nobleza infinita. Sólo él era capaz de poner en marcha una maquinaria que, ya en aquel momento, era vieja. Parecía que entre ambos, el hombre y la máquina, había un lazo aparentemente invisible. No tardé mucho en saber que ese lazo, no sólo no era invisible, sino imprescindible en las tareas agrícolas. Pero, el tío quiso probar mis fuerzas y mi fe.

En el campo, la fuerza es importante, pero lo es aún más la fe en uno mismo. Conocer lo que puedes hacer y lo que no, entender el sacrificio y practicarlo. Por eso, el silencio era su divisa y, de alguna forma, agradezco lo que de él hay en mí. En la llanura, como en la inmensidad del mar, el hombre ha de callar. Esta es una lección que he intentado transmitir a cuantos están cerca de mí y, por supuesto, sin palabras. Yo la aprendí en una tarde en la que el tío Teógenes se bajó del Bocanegra y puso en mis manos un pequeño azadón. Sólo una mirada le bastaba para infundir respeto. Al caer el sol, se rompió el silencio y volvimos al pueblo. Mientras cruzábamos la calle principal, por la derecha nos adelantó un hombre en moto. Mi tío le saludó y, al rato, nos lo encontramos cerca de la casa familiar. Era un tipo peculiar, simpático como ninguno y que se distinguía por una extraña figura, a la que ayudaba un casco descomunal. Cuando se lo quitaba, la apariencia no cambiaba demasiado, porque la cabeza sobresalía del resto del cuerpo. En su presencia, nadie que temiera por su vida le llamaba por el apodo, la Hormiga Atómica. Un personaje de cuento, auténtico como su edad, próxima a los noventa años. Cualquiera lo diría viéndole deambular con la motocicleta con la que iba a cuidar de la huerta.

Estas eran las gentes del pueblo de mi madre. Un pueblo al que fui al nacer uno de mis hermanos y del que todavía no he vuelto del todo.

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