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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Llegando a la eternidad

Me causa fatiga hablar de fatiga pandémica. A ustedes les pasará lo mismo. Estamos hartos de estar hartos de aguantar nuestro infinito e infeccioso hartazgo. Esto no termina nunca. Y es posible que no lo haga. «A la larga el covid se convertirá en un virus más que nos afectará durante los inviernos y …». Bueno, son bienintencionadas sandeces. Como repetir mucho y con una sonrisita de alivio que la nueva variante es menos letal. Eso todavía está por verse. Ya los virólogos menos obtusos –o más sinceros– te aclaran que un virus mucho más infeccioso también mata y, sobre todo, tiene la suficiente capacidad para saturar la demanda hospitalaria y asistencial. Los pacientes no se mueren y en vez de pasar quince días en los centros hospitalarios pasan tres o cuatro. Pero los deben pasar ahí. A mediados de enero a situación en Canarias puede ponerse oscura y angustiosa. ¿Cuál es la solución? Asumir esto ya como un verdadero apocalipsis.

Es lo que ha hecho la gente en las últimas semanas. Se derrumban sobre la mesa de una terraza colmada de señoras y señores y se quitan la mascarilla. ¿No estamos todos vacunados, no hemos presentado el pasaporte covid a Caronte? Me enternece lo de la discoteca de los sures tinerfeños donde se produjeron contagios. Es alucinatorio. En los últimos tres meses se han celebrado cientos de fiestas en locales, en bares, en discotecas, en domicilios particulares. Pero si lo sabemos todos. La actitud generalizada es la de un sano cuando no divertido fatalismo. Recuerdo a Bocaccio en el arranque de El Decamerón: «¡Cuántos valerosos hombres, cuántas mujeres hermosas, cuantos jóvenes gallardos a quién no otros que Galeno o Hipócrates hubieran juzgado sanísimos desayunaron con sus parientes y amigos y llegada la noche cenaron con sus antepasados en el otro mundo!». La Florencia de la que huyen los protagonistas del libro era una ciudad que se moría pero en el que los que estaban contagiados no dejaban de beber y fornicar mientras se caían a pedazos.

«Los seres humanos», dejó escrito Eliot, «solo pueden soportar un poco de realidad». Yo creo que es así y que además la observación del poeta debe introducirse en el cañón del tiempo. Los problemas tienen que resolverse rápidamente y les está vedado a los políticos el realismo aguafiestas: quien diga que estamos jodidos y nos esperan años duros por muchos millones que lluevan desde Bruselas está electoralmente muerto. Las victorias lentas y sacrificadas no son comprensibles ya para la inmensa mayoría. Las cartillas de razonamiento se establecieron en España en 1939 y no se suprimieron hasta la primavera de 1952. Trece años con una provisión mínima de alimentos y largas y extenuantes colas para conseguirlos. Trece años de hambre, raquitismo y malnutrición que tampoco desaparecieron –en absoluto- en 1952. Hoy un sufrimiento tan prolongado, un malestar tan extendido en el tiempo es inconcebible. Se habla mucho de cómo se oculta la muerte pero poco del desprecio hacia la devastación de la edad y el sufrimiento. Mejor es, en todo caso, acelerar el fin y jugárselo todo por una copa en un diminuto local cerrado, o una comida de empresa, o la fiesta privada de un colega. Sed de pequeños apocalipsis. Una gula por comerse un fin del mundo como la nata de un roscón de Reyes. Si debe organizarse un armageddon cada día para que esto siga funcionando y mi vida no sea un aburrido excremento perruno, pues que se organice. No te confundas: los muertos y los enfermos crónicos no nos van a detener sean pocos o muchos. En realidad, ¿no ha ocurrido ya todo? Lo decía una canción bobalicona de los años ochenta, donde el miedo era inocentemente nuclear: «Vamos a la playa/la bomba ya estalló». Hemos llegado a una eternidad trivial y consoladora. Que nos dejen descansar, bailar, beber, comer, aplaudir, vomitar en paz.

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