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Xavier Carmaniu Mainadé

Una víctima catalana ilustre

Pasaban cinco minutos de las nueve y cuarto de la noche cuando el crucero Costa Concordia chocaba contra un arrecife cerca de la isla italiana de Giglio, situada justo enfrente de la Toscana. El barco, que medía 290 metros de eslora, sufrió daños irreversibles. Una grieta de setenta metros de largo en la zona del casco provocó una vía de agua y la nave empezó a inundarse sin que nadie pudiera impedirlo. Esto afectó a su flotación y la nave se fue inclinando hasta quedar casi tumbada por completo. Pero lo más grave fue que, por culpa del accidente, perdieron la vida 32 personas en un naufragio que generó mucha polémica por el papel del capitán de la nave, Francesco Schettino, tanto por la maniobra que provocó el hundimiento del barco como por la forma en que se evacuaron los 3.200 pasajeros y el millar de miembros de la tripulación.

La imagen de la nave ladeada y semihundida dio la vuelta al mundo y recordó que la navegación puede jugar malas pasadas. Y no hace falta recurrir al habitual caso del Titanic para demostrar que, a lo largo de la historia, las tragedias forman parte de la historia marítima. Las ha habido mucho peores. Cabe decir que ahora se construyen buques mucho más sólidos que nunca. Además, existen herramientas para prevenir las condiciones meteorológicas adversas que evitan muchas catástrofes. Y esto, sin olvidar que no hay tanta gente que viaje por mar como antaño, porque los aviones son el principal medio de transporte colectivo de larga distancia.

Sin embargo, ahora hace algo más de un siglo todo eso era muy diferente. Para moverse por el mundo, la gente utilizaba los barcos y precisamente por eso el mar tuvo un papel clave durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Cuando estalló el conflicto, británicos y alemanes mantuvieron una enconada disputa para asegurarse la hegemonía marítima. El objetivo era bloquear el paso de las flotas militares y de los convoyes que abastecían de productos básicos, como alimentos y materias primas.

Durante el siglo XIX, Londres había logrado imponer su reinado en todos los océanos del planeta, pero durante la guerra los alemanes desarrollaron un arma que cambió las reglas del juego: el submarino. Aunque las primeras acciones no tuvieron éxito, los submarinos alemanes pronto empezaron a sembrar el terror. Cuando menos lo esperaban, los mercantes y acorazados británicos recibían el fatal impacto de los torpedos y se precipitaban al fondo. Aquello tenía efectos a distintos niveles. Por un lado, estaba la cuestión de las pérdidas humanas y, por otro, también el privar que cargamentos de provisiones vitales llegaran a la retaguardia. Aparte de la sensación de vulnerabilidad, que nunca hasta entonces había experimentado el ejército británico.

Inicialmente, los barcos que transportaban pasaje no debían ser atacados, pero ante la sospecha de que los buques podían utilizar las bodegas para llevar armamento o provisiones a escondidas, también acabaron convirtiéndose en objetivos. El comportamiento de los teutones cada vez generaba más inquietud entre las otras potencias, especialmente en Estados Unidos, que se habían mantenido ajenos a una guerra que consideraban que no iba con ellos. Hasta que el transatlántico Lusitania fue hundido, el 7 de mayo de 1915. Entonces, el presidente Wilson amenazó a Berlín y momentáneamente la guerra submarina se detuvo.

Ahora bien, el primer día de febrero de 1917 se reanudó. Sin restricciones. Cualquier cosa que flotara corría peligro. Sin transporte marítimo, el mundo se acercaba al colapso y nadie podía prever qué pasaría. Washington no quiso comprobarlo y se puso al lado de Londres y París. Aquello fue definitivo para acabar con la guerra.

Sin embargo, por el camino quedaron cientos de barcos tragados por las profundidades. Y con ellos, las vidas de muchas personas que murieron ahogadas, víctimas de una guerra en la que no participaban. Pero, mientras la gente lloraba a sus muertos, los ejércitos de todo el mundo tomaban buena nota de la eficacia de los submarinos en caso de guerra. En 1939 volverían a entrar en acción. Más modernos. Más resistentes. Más mortíferos.

Una de las víctimas de los submarinos fue el compositor catalán Enric Granados, que murió a bordo del Sussex, torpedeado en marzo de 1916 en el canal de la Mancha. El transatlántico había zarpado de Estados Unidos, donde Granados había triunfado e, incluso, había sido recibido por el presidente Wilson. Precisamente, esa cita le obligó a retrasar el regreso a casa y embarcarse en el Sussex.

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