Al territorio rural de Canarias no se le puede aplicar los mismos parámetros valorativos que al resto del país. No formamos parte del fenómeno de la ‘España vaciada’, entre otras cuestiones porque nuestra geografía es limitada, lo que posibilita una conexión interterritorial que frena las repercusiones de un bajón poblacional . Ahora, ello no quita, pese a esta y otras singularidades, que el Archipiélago contenga rasgos -y cada Isla con el suyo- donde determinados municipios, principalmente de las zonas cumbreras, se encuentren afectados por un envejecimiento progresivo de sus habitantes, una migración de jóvenes a la búsqueda de mejores horizontes laborales y una desagrarización progresiva. Los padrones municipales se resienten, la recaudación de tributos cae bajo mínimos, los servicios públicos no pueden sostenerse y emergen cambios traumáticos en la estructura social que podrían cronificarse en el caso de no ser atendidos por los poderes públicos.

El flujo poblacional ha sido una constante en la autonomía canaria, cuyo crecimiento de habitantes es muy superior al de otras comunidades. Fue así a principios del siglo pasado con un traspaso relevante a los núcleos de efervescencia económica, como ocurrió con el nacimiento del Puerto de La Luz y el asentamiento urbano de La Isleta, y la demanda de mano de obra para cubrir la gestación urbanística y habitacional de Las Palmas de Gran Canaria.

Pero fue entre las décadas de los sesenta y setenta cuando se produce un éxodo determinante del campo a la ciudad debido al turismo, que requiere para el sostenimiento de su modelo económico de servicios una ingente masa de trabajadores. Es la época de los grandes polígonos de viviendas en la periferia sin equipamientos sociales, la aparición de la autoconstrucción ilegal, los poblados de chabolistas, las altas tasas de analfabetismo y la insuficiencia de los servicios públicos para atender la concentración de vecinos en el centro.

Esta transformación vertiginosa provoca una desvinculación con la agricultura, no sólo como sustento para la familia y ocupación laboral, sino también como la superación de un nexo sentimental -la transmisión de una tradiciones de padres a hijos- con la tierra y el sacrificio asumido para obtener las cosechas, siempre en precario y sin poder superar los límites de subsistencia, salvo en los casos de una oligarquía exportadora adaptada a las exigencias del comercio internacional y volcada en cultivos intensivos como la platanera. El carácter identitario y antropológico que une al grancanario con el campo queda por tanto marginado frente a los nuevos salarios de la construcción y el poderoso arquetipo de la industria turística con sus apartamentos y primeros hoteles. Decae una idiosincrasia.

Estas circunstancias determinan que en el siglo XXI el campo canario no haya tenido un recambio generacional, siendo una ‘rara avis que algún joven asuma el testigo de sus padres y se dedique a plantar papas o a atender al ganado. Hay que tener en cuenta que los que migraron ascendieron en la escala social y lograron que sus hijos fuesen los primeros de la familia en ir a la universidad. Volverán a las casas y parcelas de sus abuelos y padres, pero como segunda residencia, entretenimiento para el fin de semana, o bien harán de la herencia recibida un ingreso extra como vivienda vacacional, hotel rural o restaurante para los fines de semana.

El nuevo escenario de la sostenibilidad no es aplicable sólo al paisaje, tradiciones y arquitectura de los pueblos, mermados sobre todo en los municipios de medianías, que en estos últimos años han vivido un desarrollo sin precedentes como alternativa para una vivienda y suelo barato, y gracias a la mejoras en las infraestructuras que los conectan con la capital. El acervo cultural debe convivir en igualdad de condiciones con las apuestas para el crecimiento económico y el bienestar de los ciudadanos, con actuaciones específicas en la revitalización y asistencia al sector agrícola, tanto en ayudas al cultivo y regadío de la tierra como a la creación de mercados agrícolas.

La conjunción de actuaciones en esta dirección supondrá un estímulo para los visitantes y un acicate para estabilizar el padrón de habitantes.

Pero la verdadera prueba está en pueblos cumbreros como Tejeda y Artenara, más aislados con la pandemia, afectados por la pérdida de visitantes y sin poder convocar sus fiestas anuales, principal recurso económico. Estos municipios y sus pagos necesitan apoyo para recuperar el sentido de comunidad, más allá de la imagen bulliciosa que ofrecen los sábados y domingos, y que a lo largo de la semana se torna en un silencio monacal. Los ayuntamientos deben asumir que la captación de visitantes fieles pasa por la protección y exhibición de su patrimonio; el cuidado del paisaje, incluido la promoción de la agricultura y el control urbanístico, y por supuesto, incentivar la natalidad. Son factores que coadyuvarán a elevar el censo en una época donde el teletrabajo se extiende, con lo cual la lejanía no se convierte en un obstáculo para rehacer la vida en el campo.

No nos encontramos dentro del canon de la ‘España vaciada’, porque la insularidad nos distingue. Pero es evidente que la ausencia de una gestión inteligente nos puede abocar a la desertización poblacional de pueblos que carecen de medios de vida, más allá de las pensiones de sus mayores. El problema resulta más acuciante en islas como La Gomera, El Hierro y La Palma, donde el envejecimiento, el golpe del coronavirus al llamado turismo verde y la erupción volcánica, en el caso palmero, ralentiza las perspectivas futuras ante un tejido económico-social con bases sólidas.

Los poderes públicos, con el Cabildo a la cabeza, deben empeñarse en proteger la Canarias rural. Una protección que no debe impedir el desarrollo equilibrado ni afectar a las tradiciones del modo de vida, pero sin dejar a un lado los equipamientos para estar presente en la sociedad digital. La complementariedad de todos estos factores incide en el logro de un mayor número de habitantes, a los que no se les puede exigir que retornen al mundo de sus abuelos, pero sí que cuiden el legado.