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Juan Cruz Ruiz

El revés y el derecho

Juan Cruz Ruiz

Años y años levantándome temprano

Llevo muchos años levantándome temprano para escribir estas crónicas que a veces (como ahora) han salido en los dos primeros periódicos de mi vida, LA PROVINCIA y EL DÍA, pero que en otros tiempos salieron únicamente en este último, que es donde primero tuve una máquina de escribir. ¿La tuve?

Recuerdo que cuando Ernesto Salcedo, el mítico director de los inicios en este oficio de noctámbulos, me recibió en su despacho barroco de la calle Valentín Sanz, en Santa Cruz de Tenerife, me preguntó qué echaba de menos en La Tarde, el diario vespertino y lleno de bohemios en el que publicaba por entonces, gracias, por cierto, siempre lo digo, a la generosidad primero de Elfidio Alonso y luego de Alfonso García-Ramos, otra de mis inolvidables leyendas.

Salcedo nunca dio puntada sin hilo, de modo que aquella pregunta debería tener su miga, que yo no le busqué, porque a los directores tú le respondes y ya está. Le dije, pues, que lo que más eché de menos es que yo allí no tuviera sitio donde sentarme, ni máquina de escribir, ni lugar seguro donde estar, de modo que era un vagabundo en medio de mesas atestadas de papeles viejos.

La Tarde no sólo era un periódico, era un sitio donde se sentaban a escribir frenéticamente tipos geniales como el ya citado Alfonso García-Ramos y el insólito Paco Pimentel, siempre con su colilla pendiente del labio bajo. Alfonso escribía de todo, de política, de literatura, de la vida local, de La Laguna, su amada ciudad, y Pimentel se centraba en la ciudad de Santa Cruz, para situar su morada en los excéntricos que en un tiempo hicieron de este lugar apacible que era entonces la capital de Tenerife una herencia de novelas urbanas fantásticas como las de Charles Dickens.

Alfonso era muy generoso, siempre me invitaba a subir con él en su coche verde de freno largo de mano hasta el Colegio Mayor San Fernando, donde yo me alojaba simulando estudiar Historia, además de Periodismo, que es en lo único en que pude desembocar como universitario. Cuando llegábamos al Colegio Mayor, aquel maestro al que tanto admiré agarraba el freno de mano, lo jalaba hacia su hombro y se disponía a seguir hablando de los más diversos asuntos contemporáneos, entre los cuales estaba en muy primer lugar el viaje que había hecho el Che Guevara para liberar América Latina. No lo logró, ya se sabe, pero su derrota sangrienta en Bolivia logró acrecentar la divinidad a la que lo habíamos elevado.

Alfonso y Elfidio fueron muy próximos y muy amigos, yo los veía a veces juntos por La Laguna, Alfonso con su capa española, y Elfidio lo convidó a que fuera el presentador del primer concierto de Los Sabandeños. Fue en el Ateneo de La Laguna, uno de los lugares en que mejor me he sentido en mi vida, y donde despedimos, por cierto, al gran médico, y persona excepcional, que fue el socialista Alberto de Armas.

Aquel concierto, bautizado por Alfonso, dio paso a una de las más prolongadas hazañas de nuestros tiempos, Los Sabandeños. Los vi crecer, triunfar, desmembrarse, reajuntarse, y siempre encontré en la impresionante longevidad de la idea y del estilo una consecuencia de cómo Elfidio afronta los compromisos que adopta: como si se estuviera examinando con la historia, como si estuviera demostrando, además, algo que ha estado en sus manos con consecuencias memorables: la dignificación del folklore insular como una de las bellas artes.

Así que Salcedo me pidió que le dijera qué echaba en falta en La Tarde que pudiera tener en EL DÍA. En ese momento él estaba en aquel despacho que olía a maderas en el viejo edificio de la calle del Norte, que ya se llamaba de Valentín Sanz. A su lado estaba abierta su máquina de escribir Underwood, y como me suele suceder en esas circunstancias le respondí al nuevo director con algo que tuviera a mano. Le dije, pues, que echaba de menos una máquina de escribir. Él me dijo que en seguida que me incorporara a la disciplina del nuevo periódico dispondría de una sólo para mi.

Eso de que fuera “solo para mi” tiene su historia, porque nunca era verdad en las redacciones que las máquinas de escribir fueran de uso particular, y así pasaba en aquel periódico que, pocos días después de mi conversación con mi nuevo director, pasó a hacerse cerca de la Refinería, en la avenida de Buenos Aires, al lado de donde funciona ahora mismo. En aquel momento la empresa Herederos de Leoncio Rodríguez había construido una sede muy funcional, que en este momento ocupa Radiotelevisión Española, vecina de la empresa que desde hace algún tiempo es Prensa Ibérica, la consecuencia de la ya legendaria Prensa Canaria que se inauguró en las islas con las marcas LA PROVINCIA y DIARIO DE LAS PALMAS. El nuevo edificio de EL DÍA es idéntico al primerizo, y allí estuve recientemente con ganas de sentarme a escribir cualquier crónica.

En esa sede nueva todo era reciente y limpio, también las máquinas de escribir, Olivetti verdes, grandes, subidas a unas pantorrillas de hierro con las que las desplazábamos de un lado al otro de la Redacción. Un compañero veterano, Francisco Hernández, a quien no sé porqué llamaban Pancho Pantera, había inmovilizado la suya, que tenía cerrada con un candado, como un símbolo de quién mandaba en ella.

Recuerdo el modo de sentarse ante las máquinas, e incluso de usarlas, de casi cada uno de los compañeros de Redacción, entre los cuales recuerdo muy nítidamente los modales al respecto de don Luis Álvarez Cruz y de Gilberto Alemán. Don Luis venía un rato, por la tarde, y mirando al teclado como si fuera un amigo (la sección que mejor recuerdo de todas las que inventó se tituló Las manos en el teclado) culminaba los titulares de las entrevistas o notas que traía de casa.

Recuerdo el último día de don Luis en la Redacción. Él tenía alzheimer, no sabía dónde estaba, y su hija Olga, tan querida, ahora también padeciendo parecido mal, lo llevó como a despedirse, haciendo señas desde su espalda para que supiéramos que carecía de sentido cualquiera de las cosas que su padre dijera en aquel momento triste.

Gilberto, por cierto, era veloz, escribía como si se tuviera que ir, con un pie fuera de sitio, y arrancaba el folio del teclado y lo llevaba a talleres como si todo fuera urgente y acumulativo.

¿Dónde me sentaba yo? Y yo qué. Nunca tuve allí una máquina de escribir, ni la pedí, porque era itinerante en la Redacción, como también he sido itinerante en la vida. Ahora que escribo estas cosas estoy yendo en avión a Fuerteventura, es sábado por la mañana, cuando siempre escribo estas crónicas que hago para LA PROVINCIA y para EL DÍA desde hace tantos años…

Y lo hago de madrugada, y es lo primero que hago, porque, como cuando era un chiquillo escribiendo para ambos periódicos, siempre pensé que con cualquier cosa llegaría tarde. Madrugar es, para mi, sinónimo de periodismo, así que aquí me tienen.

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