La Provincia - Diario de Las Palmas

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Punto de vista

Malos tiemos (y peores) para la lírica

Luis García Montero en la clausura del Festival Hispanoamericano de Escritores. Luis G Morera

Hace unas semanas, Luis García Montero clausuraba el Festival Hispanoamericano de escritores en La Palma, alertándonos la gravedad de escribir la cultura con minúsculas y la metástasis de jibarizarla. Recordó a Machado aseverando que «la libertad no está en poder decir lo que pensamos sino en poder pensar lo que decimos». El tándem cultura/libertad se retroalimenta bidireccionalmente, y, en verdad, la primera lleva tiempo transitando su fiesta del desierto. Al arenar inhumanidades, troca en cultureta y adocena la capacidad de pensar. Pero expandido el virus, la afectación letal se llama Libertad. Los Grandes Hermanos se afanan por que no pensemos, pensemos mal o poco; y en los tres casos, balar en rebaño ahoga la conciencia crítica con suma eficacia. García Montero pulsó la tecla maestra, y reivindicó la poesía como «un ejercicio que te enseña no a decir lo primero que se te ocurre, sino a decir aquello que está de acuerdo con la propia conciencia donde se cultiva la libertad».

El acto de pensar ha sido visto secularmente como algo peligroso; más incluso que las bombas atómicas debido a su capacidad para cambiar el mundo (Byung-Chul Han). La poesía y el poeta catalizan parte de esa fuerza, cuya incomodidad les discrimina y les aparta. Ambos detentan la facultad de cambiar el orden lógico de las cosas: desde la estructura clónica del lenguaje hasta la simpleza o pobreza repetitiva del mismo. Transformar la ortodoxia del orden (v.gr. sujeto/ verbo/ predicado) en heterodoxia combinatoria, plasmando entre líneas un mundo personal de representaciones simbólicas. Para ello cuentan con el mejor recurso: la metáfora («metaphŏra»). Al ir más allá de lo tangible y leíble, invitan al lector en viajes cortos o largos con el juego estético de la palabra. Hacen aflorar en ellas poderes mágicos, de suerte que tanto la poesía como la buena literatura dan más alquimia a dicha magia. Además, en un país de cobardes, y de corazones sin diástole, la valentía lírica tiene doble valor. Primero por serlo, pues retiene. Y segundo porque estigmatiza más, pues se les teme; cuanto dicen y cuando atienden.

La fiesta del desierto cultural no es nueva. Tras el ascenso nazi, Bertolt Brecht avizoró «malos tiempos para la lírica». En los ochenta, su poema fue musicado por Golpes Bajos, cuyas canciones cambiaban los acentos de las letras en la música. Hoy, sin embargo, la fiesta cultureta invade y aturde muy peligrosamente. Marida momentos críticos de post-pandemia, guerra económica y bélica con profundas desazones existenciales que amplifican lo antedicho. La humanidad se afana en ser menos humana, más impersonal de lo que ya era. La cultura ansiosa de la prisa comprime el tiempo, y ahoga la «otra Cultura» (mayúsculas) con un triple baile de máscaras: unas de color pose, otras «cuantitofrénicas» («likes») y otras de color negro interno.

Hoy la fiesta milenaria del desierto recaba un ejército de dispositivos tecnológicos que alteran las relaciones sociales jibarizando la cultura y la condición humana misma. Expande un denso interfaz inmersivo, de corte «digitalizante», que alarga el tiempo de trabajo a costa del personal, social y familiar. Obviamente sin tiempo de lectura, y sin sosiego, no hay literatura que valga. La comunicación se comprime en lecturas apresuradas y superficiales de 280 caracteres. Followers e instagramers ágrafos hacen recomendaciones sin juicio, y, de otro lado, el intelectual se descompromete de lo que es y debe, erigiéndose en especie zoológica. Con estos mimbres, poetas y poemarios se vuelven anécdotas, y la buena literatura se reduce a minorías; anaqueles de visualización vertical.

Se quiera o no reconocer, si la cultura jibariza pusilánimemente, la libertad queda herida de muerte. La gran paradoja del milenio es que los avances en libertades apuren vastos retrocesos de alienación, insolidaridad, incomunicación y aislamiento. Las fiestas de la digitalidad secuestran los ojos opiáceos; y de seguido, encapsulan sus auras. Golpes Bajos también lo avizoró magistralmente: «No mires a los ojos de la gente/ me dan miedo, siempre mienten/ escóndete en el cuerpo de los huéspedes/ todo está oscuro, no pueden verte». Lo peor es que puede ir a peor.

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