Reflexiones atolondradas

A ver si cae el meteorito

María Sánchez

A Susi la encontraron unos jóvenes compasivos mientras paseaban por un barranco del sur de Gran Canaria. Por aquel entonces aún no se llamaba Susi ni formaba parte de nuestra familia y solo era una podenco canaria joven y asustada, con el cuerpo señalado por las marcas del hambre, la sed y la mala vida de, al menos, los últimos tiempos, pero también, con toda probabilidad, de un trato no demasiado amable por parte de sus anteriores amos. Tenía el hocico áspero como piel de tiburón por habérsele deshidratado por completo las mucosas, heridas feas en una oreja, la nariz y el rabo y esos ojos tristes de las almas limpias a las que la vida ha corrompido demasiado pronto.

Aquella pareja buena la recogió y la cuidó durante unos días, pero ellos no podían quedársela y fue así como Susi llegó a nuestras vidas.

Al principio creíamos que desconfiaría, que ya habría aprendido a odiarnos después de lo que, a todas luces, había estado recibiendo de nuestra especie en su corta vida, pero ella sólo ronroneaba como Gizmo, el gremlim bueno, agradecida con cualquier gesto de afecto, la comida, los paseos y hasta con las visitas al veterinario.

Era y, a pesar de que ya han pasado algunas semanas, sigue siendo, una perrita tremendamente asustadiza, con marcas antiguas de mordiscos en el cuello, tendencia a meter el rabo entre las piernas con facilidad y que tiembla si cree percibir la más mínima amenaza, pero también es dulce, obediente y alegre. Muy alegre. A pesar de todo.

A veces elucubramos sobre su procedencia. Nos entristece no saber cuál era su nombre en realidad, cuándo nació, o, a un nivel mucho más práctico, su historial médico. Probablemente fuera parte de una jauría de cazadores, porque persigue todo lo que se mueve y devuelve las pelotas que le lanzamos con el orgullo de entregar la presa atrapada. Quizás se escapó, harta de palos, o puede que simplemente se perdiera persiguiendo algún rastro esquivo que la alejó de su dueño y también de una vida muy diferente a la que tendrá de ahora en adelante.

Y mirando a Susi, observando la irrefutable expresión de inteligencia en sus ojos color miel, constatando, asombrada, su precoz lealtad hacia su nueva familia, sobrecogiéndome con su pavor en determinadas situaciones en apariencia inofensivas pero que sin duda a ella le recuerdan alguna experiencia traumática, me pregunto cómo puede nadie asegurar que los perros de trabajo –pastores, cazadores, policías o perros guías, por dar algún ejemplo- no deben de tener derechos, cómo es posible que alguien pueda afirmar que ellos no sufren, no se enteran; cómo pueden estar ellos o ningún otro ser sintiente fuera del amparo de la nueva ley de maltrato animal.

Dicen los que saben que las sociedades se ven inequívocamente reflejadas en la calidad de sus políticos y si a mí ya me costaba aceptar que los españoles fuéramos un pueblo de ladrones, mentirosos y corruptos que sólo buscamos el beneficio propio aún a costa del bienestar ajeno, asumir que seamos además una sociedad cruel y sin escrúpulos confirma mis peores sospechas: que no tenemos remedio. Sea cual sea el partido político que gobierne, sea quien sea el juez, el presidente o el político de turno, no hay esperanza para una especie que se cree la elegida y solo ha conseguido una superioridad tecnológica a costa de expoliar el entorno sin el cual es incapaz de sobrevivir. Es decir, unos estúpidos que van a durar menos por estos lares que los dinosaurios. Y ellos eran mucho más fuertes y estaban muchísimo mejor adaptados.

Así que, parafraseando al gruñón aunque lúcido Pérez Reverte, a ver si cae ya el meteorito y nos vamos todos a tomar por culo. Nos lo tenemos bien merecido.

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