Ramó Lobo

Muerte de un periodista

Progresista de alma y de raíz, periodista sin otro afán que contar lo que sucede, amistoso desde los ojos a los dedos, Lobo era también un ser humano preocupado por su país y por el mundo

El periodista Ramón Lobo, en una imagen de archivo.

El periodista Ramón Lobo, en una imagen de archivo. / EP

Juan Cruz

Juan Cruz

Lo recuerdo en varios episodios de la vida y uno es el último día en que lo vi en una redacción. Fue en la de El País, en Miguel Yuste. Se hacía raro ver allí, ante una máquina de escribir, al atardecer, en su periódico, a un trotamundos como Ramón Lobo. Habían hecho una tregua las guerras en las que estuvo, en África, en Europa, donde hubiera, y él mismo estaba sometido en ese instante a la tregua más dramática que puede tener un profesional del periodismo: el periódico en el que trabajó más tiempo cancelaba muchos contratos y él, por ejemplo, iba a dejar pronto esa silla que en ese momento ocupaba en la vieja redacción, que luego sería más limpia, más cibernética.

Lo recuerdo con sus ojos acuosos, los que siempre tuvo, su aire de periodista colonial, pero también venezolano, africano, europeo, su codo sobre la mesa y su mano derecha obedeciendo a lo que el cerebro le decía que debía contar. Luego estuvo en periódicos como El Periódico, de Prensa Ibérica, y en la radio, con Javier del Pino en A vivir que son dos días, de la Ser.

Escuchaba a Ramón cada domingo, a partir de la excelente sintonía misteriosa que recogía una canción autobiográfica, trasladada a un idioma africano, me parece, de John Lennon. Era una canción romántica, su letra lo era, y había que prestar mucha atención para ir descifrándola. Hasta que él me la explicó. Él no había elegido la canción, y la verdad es que no sabía mucho de ella, me dijo, pero es cierto que cuando me la contó parecía que hablaba de sus propias historias de amor, relaciones de las que siempre salió solo pero sabiendo, como en el periodismo, que es mejor irse con amor y lentitud de los sitios y de las relaciones que haciendo aspavientos tendentes a explicar el propio ego.

La última vez que lo vi, en este mundo, es decir, en el mundo de las despedidas, fue la tarde en que velábamos en el Tanatorio de la M30 de Madrid, a nuestro amigo común, nuestro periodista común, nuestro común cubano de Madrid, Mauricio Vicent. Aquella muerte de periodista de Mauri, durante largo tiempo corresponsal de El País en La Habana, concitó un enorme sentimiento de hermandad, y de orfandad, en el periodismo y en la vida, pues, como Lobo, el amigo al que despedíamos era exactamente como aquel Kim de la India: el amigo de todo el mundo.

Alto, marcado por el aire rubio que siempre tuvo su cara, su cara entre el estupor de la muerte del amigo y la extrañeza que producen las muertes abruptas, inesperadas, Ramón no tenía humor para otra cosa que para dar la mano. Pues aquel era un día atroz, sin palabras. Pocos días antes había protagonizado una imponente despedida en la radio, ante Javier del Pino. Con una serenidad que parecía de hielo y de hierro a la vez, fue deletreando su futuro hasta que ensayó lo que será ya para siempre el mejor obituario que pueda tener un periodista: la gratitud a su oficio. Sin fisuras, sin subrayar las maldades que también hubo, sin regodearse en las hazañas bélicas ni en los otros alimentos del ego que reparte el oficio, contó la vida de un periodista como algo hermoso, vital, lleno de incidentes y de compañerismo.

Cuando acabó el programa podía sentirse en el aire el silencio que dejan las emisoras que suene a raíz de algo verdaderamente emocionante e inédito: la narración de toda una vida, hasta el último instante.

Era para llorar por dentro. Hace muy poco su compañero, y amigo, Gervasio Sánchez, le dedicó un obituario pre-mortem. Apareció en la prensa y se divulgó en Twitter, que fue alimento habitual, y receptáculo, de muchas de las apariciones también periodísticas de Ramón. Éste lo agradeció, y todos sentimos el mismo escalofrío que producen los trallazos venidos del alma de despedir. Progresista de alma y de raíz, periodista sin otro afán que contar lo que sucede, amistoso desde los ojos a los dedos, en esas apariciones tuiteras Lobo era también un ser humano preocupado por su país y por el mundo. Sus dedos en las teclas eran la consecuencia de un pensamiento civil rabiosamente humano, insobornable, esencial y cariñoso.

Aquella despedida de Gervasio Sánchez lo retrató así, de cuerpo entero y vivo, y Ramón, que sabía mejor que nadie que lo que estaba leyendo era la primera parte de una leyenda que ahora tendrá muchos obituarios, pudo leer ahí la descripción que merecían sus muchos logros, sus innumerables afectos. Fue una descripción de lo que íbamos a decir, y fue la consecuencia de lo que él mismo dijo en la radio cuando señaló que esa era su propia despedida. Nosotros no lo creíamos, no lo creemos, porque siempre parece mentira que la realidad sea tan cruel como la cuenta la vida, igual que siempre parece exagerado o mentira que se produzcan las muertes.

Pero ha muerto Ramón Lobo, ha muerto un periodista.