La suerte de besar

El collar de la buena suerte

He entendido que cada uno tiene su ritmo. De aprendizaje, de movimiento o de entendimiento del entorno

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Últimamente, cuando tengo un evento especial, ya sea una comida con amigos, un curso o una reunión de trabajo, mi hermana me presta su collar preferido. Se lo desabrocha con suavidad y lo coloca en mi cuello diciéndome: «Te va a dar suerte». Y yo, que soy de llanto fácil, derramo una lagrimilla. Hay que ser buena gente para cederle a alguien tu objeto predilecto para desearle lo mejor. Mi hermana lo es. La semana pasada cumplió 41 años y, desde entonces, le doy vueltas a lo que aprendo y admiro de ella, que es mucho.

Hasta el día que nació, el mundo de la discapacidad intelectual, en general, y el de la trisomía, en concreto, se situaban en una galaxia lejana. Es más, eran un agujero negro al que me asomaba con una mezcla de curiosidad y fascinación. Había visto a un chico que conducía un coche imaginario por las calles de mi pueblo, me había cruzado con alguna persona con Síndrome de Down en el supermercado y poco más. Tenía 10 años y entraba en la edad del pavo como quien entra en una autopista de cuatro carriles. A todo gas. Ella lo cambió todo. Para bien.

Aunque suene a tópico, mi hermana trastocó mi percepción sobre lo que es bello y, sobre todo, sobre el valor que tiene la inteligencia. Tener un coeficiente intelectual medio, alto o altísimo abre puertas, ayuda a comprender el mundo y amplía las oportunidades para prosperar, que ya es mucho, pero hay una inteligencia bondadosa y no convencional que hace que cada segundo que compartes con quien la posee sea trascendente y poderoso.

He entendido que cada uno tiene su ritmo. De aprendizaje, de movimiento o de entendimiento del entorno. Puede que algunos ritmos sean más compatibles con nuestro mundo acelerado, puede que sean más productivos y ofrezcan mayores resultados, pero ello no presupone ser mejor que quien tarda algo más en llegar allí donde sea. Me ha mostrado que se puede (y que se debe) aprender a respetar los tempos diferentes. Salir del etnocentrismo de nuestro propio ombligo es sanote. He comprendido que mi objetivo con ella es proporcionarle el mayor bienestar posible atendiendo a su realidad y naturaleza y no a la mía o a lo que la sociedad espera. Deseo alejar de su vida las falsas expectativas, la presión sobre lo que debería ser, la frustración por no llegar donde todos llegan. Ella es como es. Ella es lo que es. Y es estupenda (Nota mental: integrar esta actitud con mis hijos evitará discusiones estúpidas).

He aprendido que la complacencia, véase llamarles «angelitos», «pobrecitos», «niñitos» o decir que todos son muy buenos y cariñosos, me incomoda por retrógrada. No hay mala fe, pero asumamos que cada uno tiene su lugar en esta sociedad y que debe recibir los apoyos que necesite para desarrollarse con la mayor dignidad posible. Pienso en las personas con discapacidad intelectual y, también, en los mayores, en quienes tienen enfermedad mental o en todos a quienes vivir les cuesta un poco más. No es únicamente una reivindicación social, es egoísmo. Una sociedad que protege a los desfavorecidos es mejor para todos.

No necesito un collar que me dé buena suerte. Mi verdadera buena suerte es que mi hermana, simplemente, exista. Felicidades, Lourdes.

Suscríbete para seguir leyendo