Objetos mentales

Fingimientos y opresiones

78th anniversary of the atomic bombing of Hiroshima

78th anniversary of the atomic bombing of Hiroshima / JIJI PRESS

Antonio Perdomo Betancor

Antonio Perdomo Betancor

Con pertinaz insistencia causa estupor fingido la poca desbordante predisposición de los seres humanos para considerar un bien el bien común. ¿Es posible? Nos cuesta por naturaleza, porque la naturaleza humana no se prodiga en esa función cuando no son los beneficiarios los fiscalizadores del control y supervisión inmediatos. Cuanto más alejados residan los beneficiarios del control, menor implicación en el credo que reza que el bien común es un bien. A mayor distancia temporal o espacial del beneficio, mayor es la indiferencia o directamente su rechazo. Un estudio estadístico realizado en EEUU sólo el 11% de los encuestados están predispuestos a colaborar en la dulcificación de las consecuencias del cambio climático, pero a condición de que su coste no supere un monto superior a 100$ mensuales; el resto se muestra reluctante a la colaboración y prefiere sufrir sus efectos y consecuencias antes que pagar. Supongo que, si fuera natural la predisposición de los humanos a la colaboración fraternal esta conversación carecería de sentido. Por contraste, no sólo no somos altruistas, ni siquiera adaptativamente empáticos, sino que nos abduce y seduce la reluctancia natural a depositar el control en otros. Posiblemente lo sea de este modo por buenas razones que se justifican evolutivamente. Lo cual que, puede decirse que los humanos somos así. La psicología de la moral común tiene sus reglas y tocamos techo colaborativo. Más allá de ese techo el territorio es insondable a los sentidos. No somos de suyo altruistas porque la psicología de los humanos les ha impedido ir más lejos en su desarrollo y experimentación; el tiempo dirá si se dirige en esa dirección positiva resueltamente. O quizá no dispongamos de tiempo ni quizás tampoco sobrevivamos para verificarlo. Sin embargo, la voluntad de ser más empático y altruista existe, y existe porque esas cualidades son indispensables. Parece que con pocas posibilidades de éxito, al fundarse en una mera super-voluntad racional a la contra de los límites impuestos por una moral común establecida por evolución. Posiblemente el desarrollo de la moral común apenas tuvo tiempo en formarse, como arguyen los evolucionistas. Un hándicap frena su poca predisposición colaborativa y que sin duda proviene del escaso control que les impide a los ciudadanos supervisar directamente los esfuerzos económicos o morales que se les demandan; por ello mismo se desentiende de sus logros e hipotéticos beneficios como decíamos arriba con respecto al cambio climático. Su voluntad sincera de colaboración se quebró con la masificación de las grandes conurbaciones, cundiendo el desánimo con la creación de ingenios y artefactos que le sobrepasan y que, sin control, se han convertido en una espada de Damocles. En estos momentos, cuando irrumpe el riesgo nuclear y se cumple el 78 aniversario de la detonación de una bomba nuclear de fisión sobre el cielo de Hiroshima. Nadie llora por Hiroshima salvo Hiroshima misma. Al cerebro se la pela la evaluación moral de los daños y sufrimiento producidos por un artefacto nuclear, porque el cerebro tan poderoso como es, padece insuficiencia de «sentidos» que los evalúen. Carece, por ejemplo, de la capacidad de recolectar la totalidad de los fenómenos del significado específico sensorial-empírico de un concepto como: «efectos de la detonación de una bomba nuclear en un medio humano y ecoambiental». Probablemente es algo que la propia biología le niegue porque su evolución moral durante miles de años estuvo forjada en comunidades pequeñas, de pocos pobladores, conocidos unos y otros en un círculo de mutua confianza, pensamientos y emociones compartidos. ¿Qué tipo de colaboración pueden auspiciar los Estados cuando son los propios ejecutores de la ciudadanía? Los ciudadanos han perdido todo control sobre sus vidas, son meros objetos de uso y abuso político. Están siendo dirigidos contra toda voluntad de participación de los mismos. Últimamente, con retórica y metódica insistencia, las reiteradas declaraciones de autoridades de alto rango militar y civil haciendo alusión al uso del arma nuclear, pese a sus efectos, incrementa y fustiga no solo la inseguridad, sino que subraya su completo aislamiento y desamparo. Hacemos que no pasa nada, alelados bajo la tumbona del estío y florecidos por la imaginación. ¡Vaya libertad! Es triste ironía que la modernidad haya dado muerte a Dios y a su seguramente bondadoso apocalipsis del fin de los tiempos y lo haya sustituido por un apocalipsis regido por la voluntad vulgar de hombres vulgares. Después de todo quizá sea inevitable porque la humanidad sea así y las catástrofes provocadas por los humanos sean las cuentas de un collar que se desgranan y caen aleatoriamente. Una tras otra sin que nada lo impida. Yo invertiría el apotegma de Theodor Adorno según el cual, después de Auschwitz escribir poesía es una barbarie, sino al contrario, no escribirla es la verdadera barbarie. En este escenario descrito, se pone de manifiesto la endeble si no nula promesa del Estado de alcanzar una seguridad colectiva, sino que se constituye en ejecutor. Un cuadro de Turner revela sus contornos y enciende mi mente: el lienzo que describo expresa un opresivo cielo bajo el cual una insignificante figura humana carga el peso del firmamento. Lo absurdo es que, por mucha imaginación de que dispongan quienes aducen razones para amenazar con el arma nuclear, carecen de la conciencia perceptiva de sus efectos. Entre tanto la mar juguetea con la espuma y los bañistas juegan a su juego.

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