Observatorio

Te recuerdo, Amanda

Te recuerdo,  Amanda

Te recuerdo, Amanda / Virginia Gil Torrijos

Virginia Gil Torrijos

Fue en 1968, durante una estancia de Víctor Jara en Londres, invitado por el British Council en calidad de director teatral, cuando, en una tarde de hotel en soledad y pensando en su familia, compuso Te recuerdo Amanda.

Los nombres de los obreros que protagonizan esa canción de amor, Manuel y Amanda, fueron tomados por el cantautor chileno de sus padres y de su hija, que también se llamaba Amanda. Fue más tarde cuando los acordes de esos 5 minutos, de esa premonitoria historia interrumpida, se convertirían en todo un símbolo de memoria y de vidas sesgadas. Fue tras el 11 de septiembre de 1973, tras la ocupación de las fuerzas del general Pinochet del Palacio de La Moneda en Santiago, tras el suicidio de Salvador Allende, la detención de Jara y sus días de tortura, en los que le fueron cortados los dedos y la lengua para terminar posteriormente siendo asesinado cuatro días después, al recibir su cuerpo más de 40 disparos en el antiguo Estadio Chile, estadio que más tarde, con la vuelta a la democracia, fue renombrado como Estadio Víctor Jara, fue entonces tras todo ello, cuando Amanda, y el recuerdo de Amanda, fue adquiriendo toda la carga emocional que tiene ahora mismo.

La vida puede ser eterna en cinco minutos o en cincuenta años. Hace solo unos días la Corte Suprema de Chile dictó condena de 25 años de prisión para siete exmilitares por el homicidio y secuestro (entre otros) de Jara. Pero han pasado 50 años y los encausados son octogenarios. De hecho, uno de ellos, ya no es, ahora solo era, porque el exbrigadier Chacón, de 87 años de edad, se suicidaba en su domicilio al ser arrestado.

La dictadura militar chilena (1973-1990) dejó según las cifras oficiales (que están en entredicho) más de 3.000 asesinados, 32.000 torturados, 250.000 detenidos y 200.000 exiliados. Entre los expatriados se encuentran el escritor Luis Sepúlveda, fallecido en Asturias, víctima del covid, en 2020, y su mujer, la poeta Carmen Yáñez.

El relato nos ha llegado de aquellos años. Lo hemos leído. Lo han escrito muchos autores, desde Isabel Allende hasta Roberto Bolaño, pasando por poetas como Raúl Zurita, y lo hemos visto también en versiones cinematográficas y como en la de La casa de los espíritus; pero hay muchas cosas que aún se desconocen de aquellos días, sobre todo las relacionadas con las implicaciones de la CIA norteamericana en todo lo acontecido.

Toda una tragedia clásica, quizá tan trágica como la misma de España. Chile tan lejos, pero a la vez tan cerca de aquí.

En 2010 se confirmó oficialmente, mediante una segunda autopsia, que Salvador Allende se inmoló cuando el palacio presidencial estaba siendo atacado. Se suicidó con un fusil de asalto AKM entre sus piernas, una versión más modernizada del mítico Kalashnikov, tal vez con el objetivo de que muerto el presidente se minimizara la posible represión sobre otros compatriotas. Pero la DINA (la Dirección de Inteligencia Nacional chilena) operó a sus anchas durante varios años.

Escuchando el último discurso de Allende radiado en el preciso momento del ataque a La Moneda, el mandatario afirmaba sentencias tales como «la historia es nuestra y la hacen los pueblos», o «el pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar, ni acribillar, pero tampoco humillarse» me inundan pensamientos contradictorios en los que prevalece la idea que quizás, en realidad, todos en mayor o menor grado somos «meat is murder» (carne de cañón), como asegura un amigo mío y que las guerras frías en un lado del globo y calientes en otro, los intereses económicos, los geopolíticos, los servicios secretos, los sicarios, los generales hambrientos de gloria y de poder, los zares que mueven sus peones en los tableros fronterizos, las industrias armamentísticas, las energéticas son las que en verdad marcan las historias de los pueblos y que la utopía es en sí misma siempre irrealizable, que siempre se trastoca y, que tarde o temprano todos somos humillados y perdemos de algún modo la dignidad.

Aun así, en ocasiones, las canciones nos reconfortan un poco y durante apenas cinco minutos de melodía, con la sonrisa ancha como los sueños, con la lluvia brillante que nos riega el pelo tras una ola de calor, el mundo se ilumina un poco, florece y llegamos incluso a pensar que la vida pudiera ser eterna.

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