Piedra Lunar

Entre Grau Bassas y Miguel Machete

José A. Luján

José A. Luján

La fundación de El Museo Canario en 1879 por el Dr.Chil y Naranjo propició que en las islas surgiera un interés por conocer el origen de la población indígena de Gran Canaria. Desde un primer momento, la figura del Dr. Grau Bassas se convierte en conservador quien llegó a interesarse por la cultura rural de la isla. Su principal contribución a la arqueología fue Viajes de exploración a diversos sitios y localidades de Gran Canaria, en la que ofrece una amplia relación de los yacimientos de la isla. Grau Bassas, por un oscuro motivo de inspección sanitaria en el Puerto, tuvo que vivir oculto de la justicia, hecho que lo condujo a la finca El Montañón Negro (Valleseco). De su refugio salía todas las tardes y el tramo que caminaba fue conocido como «el paseo de don Víctor». Tan pronto pudo, escapó a Argentina.

Los trabajos arqueológicos en la isla se realizan bajo la tutela de Sebastián Jiménez Sánchez, al ser nombrado en 1958 Director provincial del patrimonio histórico. En ese año se exploran las cuevas funerarias de Acusa Seca de donde son extraídos materiales que fueron depositados en El Museo Canario.

Los restos se sacan de las cuevas por medio de sogas que cuelgan desde el borde de la Vega de Acusa, y en las mismas participa Juan Díaz Mederos «el Chispa» y José Molina, del barrio de El Caidero. La actividad fue supervisada por José Naranjo, miembro de El Museo. Para darle rigor a estas actuaciones en las diversas islas, hay que esperar a que llegaran a la universidad de La Laguna los profesores Manuel Pellicer y Pilar Acosta, quienes imbuidos por su vocación por la arqueología, animan a sus alumnos para que durante las vacaciones realizaran exploraciones en sus respectivas localidades. Nosotros estuvimos entusiasmados tras haber participado en 1970 en un campo de trabajo en Altafulla (Tarragona), descubriendo una villa romana. Aunque con exiguas orientaciones, contactamos con Miguel Díaz González, (alias Machete), que justo al lado de nuestra casa en Artenara regentaba un bar-dulcería y nos alentaba porque él sabía dónde había varias cuevas aborígenes. Miguel Machete era, junto con sus hermanos, cazador de perdices y después de tres frustrados viajes en el coche de hora, en septiembre de 1970 lo acompañamos a dos cacerías, una por la Montaña de Cabrera y otra por la montaña de Artenara. Primero nos dirigimos a Risco Caído y nos asomamos a la puerta de aquellas cuevas que no tenían nombre y que estaban llenas de cagarrutas de cabras y mucha maleza. Nos daba vergüenza tener que enseñar aquellos hallazgos a los profesores laguneros por lo que desistimos de nuestras indagaciones.

Con más entusiasmo actuaron los actuales catedráticos Antonio Tejera Gaspar (sur de Tenerife) y Mauro Hernández Pérez (Isla de la Palma) que entonces llegaron contando sus hallazgos. Nuestro Risco Caído era un barrio estigmatizado y Los Candiles un lugar de muy difícil acceso. Fueron razones por las que no insistimos ante nosotros mismos y seguimos optando por los estudios de filología.

En 1995 se produce una incursión por parte del arqueólogo Julio Cuenca que con un grupo de amigos visita aquellas Cuevas y elabora un proyecto de rehabilitación que publica en Anuario de Estudios Atlánticos, y como artículo colectivo es firmado por media docena de colaboradores. Unos eran historiadores y otros aficionados. Con el paso de los años, tras haber sido rechazado el proyecto por la presidencia de José Miguel Pérez, se propone armar un expediente con la interpretación de observatorio arqueo-astronómico. Se organizan hasta ocho jornadas de trabajo en la Casa de Colón para tratar de consolidar el yacimiento que culmina con la Declaración de Patrimonio Mundial de la Humanidad. Sin embargo, pronto empiezan a surgir los protagonismos. El director del instituto de gestión, auto proclamado el Uruguayo, no cuenta con la opinión de los cronistas ni de otros nativos, y mediante la utilización de un corifeo de acuerdo a su medida, dejan al margen al director científico Julio Cuenca. El escritor norteamericano John Irving afirma que «la autoficción es cosa de autores sin imaginación». Es la primera vez en la historia que el patrimonio arqueológico de un lugar pretende ser patrimonio de la individualidad, con perro bardino en la puerta de las redes sociales, para evitar incursiones no controladas.

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