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Kant y Biden: dos pronósticos

Kant y Biden: dos pronósticos

Kant y Biden: dos pronósticos / La Provincia

Las decisiones que tomemos hoy decidirán las décadas por venir», ha dicho Biden. Es posible que así sea. Como dijo Koselleck, los pronósticos están permitidos en ciencia, a condición de que no quieran acertar en los detalles. Así que no tenemos dudas. Las decisiones que se tomen hoy serán relevantes durante décadas, pero nos gustaría saber los detalles. Por lo pronto, si el presente viene marcado por las declaraciones del portavoz del ejército israelita, que celebra que bombardean Gaza a «un ritmo no visto en décadas», nos tememos que esas consecuencias de Biden tienen que ver con los ritmos de lanzar bombas sobre una humanidad indefensa.

Sincronizados, tanto Biden como ese portavoz hablan de décadas. Los filósofos, que trabajamos en plazos más largos, recordamos que Kant, en aquel escrito sobre la paz perpetua, dijo que el globo no era un lugar tan grande como para que «La violación del derecho en un lugar de la Tierra no sea sentida en todos los demás lugares». En su época, como en la nuestra, la especie humana ya estaba vinculada por una cadena de influencias, contactos y continuidades, posibilitados por la precisa comprensión del espacio finito en el que nos movíamos. Así que esas violaciones del derecho ya se sentían y se expandían de forma incontenible. Sus consecuencias se dejan sentir más allá de las décadas.

La expectativa de la paz perpetua kantiana, mirada en el largo plazo de más de dos siglos de distancia, guarda un sentido muy preciso. No hay tercera opción: o caminamos hacia la paz perpetua, o vamos a la guerra civil mundial continua. La paz perpetua fue la exigencia de que ya no se iba a repetir aquella guerra del sistema clásico de Estados, limitada en el espacio, en el tiempo, en los combatientes, en las reglas y sus consecuencias. A partir de Napoleón, la guerra iba a desplegarse como la pólvora por la superficie de la Tierra. Desde entonces la guerra civil mundial no nos ha abandonado.

Aunque en tiempos recientes hemos creído aumentar nuestro poder de disposición sobre la historia, y hemos proyectado controlar los propios caminos evolutivos, una y otra vez hemos visto que las grandes decisiones, aquellas que inician caminos irreversibles, que marcan la dirección de los tiempos, siempre se toman en situaciones de guerra. Esas decisiones no son libres. Se asumen porque los actores están obligados por la necesidad, la angustia, el agobio o la urgencia. Luego, estos caminos son muy difíciles de desandar. Por eso no ha cesado el desarrollo de armas, de estrategias de seguridad, de formas de dominio de otros pueblos. Biden en cierto modo lo ha reconocido al recordar que Israel es un gran socio de USA en los campos de armamento y seguridad.

Hoy Palestina es el mayor experimento con sistemas de control y seguridad en situaciones de poblaciones hostiles, que quizá luego puedan aplicarse en otras partes. Por eso me parece inexacta la descripción que hace Biden de la situación actual.

Hay en verdad un cierto paralelismo entre Israel y Ucrania, por un lado, y Rusia y Hamás por otro. Hamás es como la Wagner de Irán. Ambas son fuerzas armadas borrosas entre paramilitares y terroristas en lucha contra democracias. Pero, desde otro punto de vista, Putin y Netanyahu se parecen en que, desde una ideología fundamentalista religiosa, destruyen internamente la democracia en sus respectivos países. Y se parecen todavía más en que la forma de neutralizar a sus poblaciones sometidas es mediante dispositivos de control de extrema capacidad coactiva y de violencia selectiva. La democracia no sobrevivirá si se impone esa forma de relacionarse con las poblaciones.

Puede que esas sean las consecuencias que Biden entrevé y que, al final, las democracias encastilladas occidentales tengan que caminar hacia ese mundo. Y puede que, como muestran algunos políticos españoles, nos lleve a ello la reproducción de esos conflictos en el interior de nuestras sociedades. Es obvio que ciertas declaraciones intensifican la dificultad de la convivencia de poblaciones de diferentes credos religiosos en nuestras tierras. Toda responsabilidad en este sentido será poca. Las democracias deben ser capaces de detener el odio, si no quieren caminar hacia la furia y la destrucción. Deben tomar partido por la paz y la neutralidad activa, no por un bando.

Un conflicto legítimo es aquel en el que los combatientes ponen encima de la mesa las condiciones para la paz. «Non ergo ut sit pax nolunt, sed ut ea sit quam volunt», ya dijo San Agustín. Quienes luchan no aman la guerra, sino que cada uno quiere su paz. Aquí la neutralidad activa debe ofrecer garantías contextuales que permitan sentirse seguros a los dos combatientes. Pero cuando ese conflicto no está regido por la inseguridad, sino por el odio, y los combatientes se consideran entre sí inhumanos, bestiales, animales degenerados, entonces sólo alimentan el conflicto en dirección hacia una paz que implique el exterminio del otro. Como recordaba Kant, la paz de los cementerios.

Como ese exterminio no puede cumplirse del todo, los combatientes se mantendrán en la lucha hasta que surjan nuevos conflictos extendidos. En estos casos, la neutralidad activa tiene dos obligaciones: impedir que el conflicto se extienda tomando parte por uno de los combatientes y garantizar por todos los medios posibles que ninguno de los dos bandos enfrentados sea exterminado por el otro. Sólo la improductividad del odio podrá devolver la situación a la propia de un conflicto acotado y soluble.

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