La suerte de besar

Dignidad y empatía

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Hace tiempo, cuando mis hijos querían insultarse entre sí se decían que no tenían dignidad. Me hacía gracia que un par de renacuajos se increpasen así, criticando la ausencia de uno de los atributos que más valor tienen para la concepción de un ser humano. Los de la generación X éramos más prosaicos y nos insultábamos con apelativos más barriobajeros. Está claro que nuestra descendencia es más alta, guapa y evolucionada que nosotros. Nos mejoran. Que así sea.

Veo la imagen de una aldea africana donde unos niños saludan a los mayores acercando su cabeza en señal de respeto. Buscan que el adulto apoye su mano sobre su pelo. Uno de ellos cuenta que, en su sociedad, la persona adulta, cuanto más anciana es, más respeto merece. Porque acumula más experiencia y es más sabia. Esa forma de acercarse a los adultos les confiere dignidad e importancia. La dignidad tiene mucha relación con la manera de mirar y tratar a los demás.

He pasado más horas de las necesarias en una residencia de mayores. Jamás me acostumbré a que los profesionales no cerraran la puerta cuando tocaba cambio de pañal o cuando sentaban a los residentes en el váter. Nunca entendí por qué les infantilizaban usando diminutivos, disfrazándoles en Carnaval o poniéndoles un gorro de Papá Noel por Navidad. La estampa de alguien con sombrero de lentejuelas rojas y la mirada y la mente en un lugar lejano me parecía deprimente, casi cercana a la humillación. En una clase de spinning, el monitor le hace una broma a una chica que pedalea como si no hubiera un mañana. «Dile a tu novio que te compre zapatos adecuados para que corras más», le dice. Y todos ríen. La chica, también. Mientras sudo la gota gorda, recuerdo la conversación que escuché en un vestuario entre dos veinteañeras. Una se quejaba de que no tenía el pecho lo suficientemente grande y la otra le sugería que el novio le pagara unas tetas nuevas. «Pues sí. Total, es él quien se beneficiará de ellas», respondió. Y ambas carcajearon. Algo en estos comportamientos chirría y no sé muy qué es. Puede que la falta de orgullo. O la falta de decisión por una misma. Decidir en primera persona confiere dignidad.

El cóctel es en el hall de un hotel. Hay unos paneles con imágenes de familias y de niños con uniformes escolares de colores. Salmón, verde, granate. Tienen expresión de fotomatón. Ojos muy abiertos y rictus incómodo. Viven en una aldea recóndita de un país centroafricano, ajenos a lo que sucede en ese hall del hotel occidental. Una asociación trata de conseguir fondos para la escolarización de los menores. Subastan un cuadro con un bodegón, un jarrón y hacen una tómbola. Cuando alguien da unos euros, el representante de la organización hace una cruz al lado del niño agraciado. «Menganito ya puede estudiar hasta los 13 años», anuncia por el micrófono. La sobreexposición de la vulnerabilidad o la creencia de que la limosna arreglará el futuro de esos niños resulta incómoda. Casi irrespetuosa.

Hay gestos que dignifican y otros acentúan las carencias. Discernir cuál es cuál es más fácil de lo que parece. Basta ponerse en la piel de quien lo sufre. Y aparece la empatía y, junto a ella, el respeto a la dignidad.

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